29.8.06

Conmemoración del Día del Detenido - Desaparecido, 30 de Agosto


La Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y la Federación Latinoamericana de Asociaciones de Familiares de Detenidos-Desaparecidos (FEDEFAM), realizarán un acto en conmemoración del Día del Detenido - Desaparecido, este miércoles 30 de Agosto de 2006, a las 18:30 hs., en el Auditorio Emilio Mignone, ubicado en 25 de Mayo 544, PB, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.
Durante el Acto se abordarán temas tales como la Convención Internacional para la Protección de todas las Personas contra la Desaparición Forzada y los avances registrados sobre la Memoria y las causas penales. Las exposiciones estarán a cargo de Luis Alén, Horacio Ravena, Marta Vásquez, Judith Said, Alba Lanzilloto y Mabel Gutierrez.

28.8.06

EL ABOGADO ALBERDIANO


Por Matías Bailone *


Cada 29 de Agosto se celebra el Día del Abogado por haber nacido en esta fecha el gran Juan Bautista Alberdi, que nunca ejerció la profesión dentro del país, pero que diseñó institucionalmente la República consagrada en 1853.

El abogado era en la concepción alberdiana un ser comprometido con el devenir político de su país. Quien elegía el camino de la leyes, no sólo era un humanista en el sentido más pleno de la palabra, sino un defensor del ser humano frente a la maquinaria estatal, y un legatario del porvenir de la Patria.

Los caminos de la República serían transitados por los abogados en sus múltiples funciones de auxiliares de la justicia, de depositarios de la confianza pública, de hermeneutas de la Carta Magna, a lo largo de la vida de nuestro país. Y podemos decir, con poco margen de error, que la profesión de abogado en la Argentina, tiene tantos años como la República misma. Efectivamente, desde 1853 se instaura el Estado liberal de Derecho, y allí nace la sana y noble vocación de custodios de los textos sagrados, y del Imperio del Derecho. El abogado deber erigir en un altar cívico al Estado de Derecho, y enseñar con su conducta esta devoción a la legalidad, por aquello que habían entendido muy bien nuestros padres fundadores, los constituyentes de 1853: “los hombres se dignifican postrándose ante la ley para no tener que arrodillarse ante los tiranos.”

La profesión de abogado tiene mucho de sacralidad. Sacralidad de contenido, más que ornamental. Francesco Carnelutti contaba que los romanos denominaban la actividad del abogado en el proceso con el verbo ‘postular’, es decir: pedir aquello que hay derecho a tener. De allí la sacralidad inherente a la profesión, que lleva a Carnelutti a comparar al abogado con el Cireneo, que ayudó a Cristo a llevar la cruz camino del Calvario.

Juan Bautista Alberdi fue ante todo un alma renacentista que podía cultivar con la misma eficiencia la música de cámara como armar la arquitectura jurídica de una República sureña. Alberdi dejó a los hombres de toga una enseñanza perenne: que aún a costa de sufrir en carne propia las persecuciones y el destierro hay que defender a ultranza el Estado de Derecho, las instituciones republicanas, y la vigencia irrestricta de nuestra Constitución Nacional.


*Presidente del Ateneo de Ciencias Penales y Criminológicas de Cuyo.
www.matiasbailone.com.ar

27.8.06

Declaración de Rosario 2006


Por el Plenario de la H. Convención Nacional de la UCR

Quienes hoy recibieron la responsabilidad de gobernar la Nación actúan como si haber sido elegidos por el voto popular los autorizara al ejercicio ilimitado del poder. Los que actúan como si la democracia fuera un despotismo de la mayoría están estropeando esta oportunidad por no escuchar, por no consensuar, por buscar fanáticamente en los demás sólo la subordinación y la obediencia.

Nuestro sueño es hacer de la Argentina una nación avanzada. Para convertirlo en realidad. Es necesario dar un salto cualitativo, hacia el equilibrio institucional, hacia el fortalecimiento del estado y hacia la cohesión social. Ello requiere la combinación de tres condiciones: instituciones republicanas fuertes, un estado capaz y efectivo y una sociedad abierta, productiva e incluyente.

Argentina está lejos de tener instituciones equilibradas. Por el contrario, se observa un desequilibrio de poder que la actual gestión presidencial no ha hecho más que profundizar. En lugar de abordar el contexto de crisis en que asumió como un desafío para equilibrar las instituciones y elaborar políticas de consenso para resolver los problemas del país, el Presidente optó por agravar los desequilibrios institucionales concentrando aún más poder en su persona.

Para conseguir el equilibrio institucional es necesario, en primer término, desconcentrar el poder del Presidente hacia los otros representantes legítimos del pueblo. Hay que restituir a los legisladores el poder para legislar y para controlar al Ejecutivo terminando con las facultades delegadas del Congreso al Ejecutivo en materia presupuestaria y con la sanción tácita de decretos y de contratos con empresas. Hay que garantizar al Poder Judicial la independencia que le corresponde modificando la Ley del Consejo de la Magistratura que hoy permite al oficialismo controlar la designación de los jueces y nombrando los jueces de la Corte Suprema que faltan, o reduciendo su número a siete.

El actual gobierno parece haber adoptado un rumbo: el del capitalismo prebendario, en el cual la ganancia y la supervivencia misma de las empresas depende de su cercanía con el poder y de su sometimiento a designios políticos del Presidente y su entorno. Ha eludido con el peso de su mayoría legislativa el control parlamentario de las renegociaciones de contratos, ha inutilizado los entes reguladores y ha lesionado severamente la capacidad del estado para investigar el lavado de dinero. También ha expandido los subsidios a distintos sectores y actividades económicas. Ha instaurado un mecanismo de control de la inflación de corto plazo que entorpece la inversión privada, desalienta las exportaciones más rentables y arma una trampa de inflación reprimida.

Los radicales entendemos que para hacer una nación avanzada es necesaria una economía privada racional. La concebimos como un sistema donde el estado genere condiciones estructurales y ventajas comparativas para garantizar la plena competencia empresarial en los mercados, para corregir sus fallas y para orientarlos a producir y a crear riquezas con alto valor agregado, estimulando así la movilización de recursos y la innovación.

La ley debe reconocer derechos donde la práctica de la libertad los ha creado. La sociedad argentina es más abierta, tolerante y operativa que la legislación que la gobierna. Por eso hay que terminar con la hipocresía y con la persecución legal de lo que los ciudadanos aceptan y hasta a veces practican. La derecha reaccionaria supo, en medio de la crisis, explotar el miedo de los ciudadanos ante la incompetencia y la venalidad de la policía y la justicia. Su presión para aumentar las penas y el contenido represivo de las normas no aportó más seguridad, porque no atendía las causas verdaderas ni era la respuesta adecuada. El proyecto de reforma penal que el gobierno nacional, acobardado por la derecha recalcitrante que dice despreciar y combatir, ahora quiere condenar al archivo de las buenas intenciones, debe ser rescatado como una base para el debate modernizador.

Este es nuestro programa y el programa de quienes aspiran a vivir en una plena democracia representativa, republicana y federal; a trabajar en una economía que estimule sus emprendimientos, recompense sus esfuerzos y distribuya equitativamente costos y beneficios; a vivir en una nación ordenada y pacífica que provea condiciones de vida decentes para todos y la libertad para que cada uno viva conforme a sus creencias. Este programa demanda, para ser ejecutado, una fuerza política distinta de la que hoy gobierna en la Argentina: una nueva coalición con las convicciones políticas, económicas y sociales adecuadas para forjar esas metas y la determinación que hace falta para cumplirlas. Convocar a esa nueva coalición y protagonizar esa gesta son el imperativo de la hora para la Unión Cívica Radical.


Rosario, 26 de Agosto de 2006.
www.historia.radicales.org.ar

Claves para entender a Günter Grass


Por Ariel Dorfman


La primera vez que conocí a Günter Grass nos peleamos furiosamente. Fue en marzo de 1975, si no recuerdo mal, que lo visité en su hogar cerca de Hamburgo, una amplia casa rural que daba a un río más plácido de lo que iba a ser, por cierto, nuestra tormentosa relación.

Al principio, todo anduvo sobre ruedas. Me había traído a ese lugar su gran amigo Freimut Duve, eminente editor, defensor de los derechos humanos y diputado alemán socialdemócrata por aquel distrito. Mientras Grass cocinaba una suculenta sopa de pescado –¡ya me habían advertido que era un gran cocinero!– hablamos sobre su obra y la influencia descomunal que había tenido su Trilogía de Danzig en mi propia producción. De a poco, fui deslizando el motivo, menos literario, por el cual yo había buscado este encuentro. Había viajado desde el París de mi exilio –providencialmente, como se verá, con mi mujer Angélica– para proponerle a Grass que prestara su firma a una campaña en defensa de una cultura chilena amenazada por Pinochet que habíamos armado con García Márquez, Cortázar, Rafael Aberti y Matta, entre muchos otros artistas e intelectuales. Ya se había matriculado Heinrich Böll y pensaba que no sería difícil convencer a este otro gran escritor alemán de que nos otorgara su entusiasta adhesión.

Cuando terminé mi exposición, sin embargo, se quedó callado un largo rato. Enseguida, le puso una tapa a la olla, bajó el gas para que se fuera guisando aquel bouillabaise tedesco con toda la lentitud que se merecía, y se fue a contemplar unos hermosos bosquejos que estaba dibujando.

Al levantar la vista, noté en sus ojos un sorprendente resplandor de cólera. Y dijo: “¿Por qué no quieren asistir los compañeros socialistas chilenos a la reunión en defensa de los patriotas checos que se hará en Francia este verano?”.

Yo le expliqué que, por mucha simpatía que tuviéramos muchos demócratas chilenos por la Primavera de Praga y la lucha de los disidentes checos, era políticamente inviable manifestar tal predilección en forma pública. Hubiera significado una ruptura con los comunistas chilenos en un momento en que ellos formaban parte –más aún, eran la espina dorsal– de la resistencia a la dictadura, tal como habían sido pieza clave y leal durante el gobierno de Salvador Allende.

Mi aclaración no logró aplacar a Günter Grass. Para él, los soviéticos habían intervenido en Checoslovaquia con el mismo afán imperial que los norteamericanos en Chile y era crucial denunciar simultáneamente a los dos superpoderes, unirse en la defensa del socialismo democrático, seguir buscando un modelo económico y social que rompiera con los grandes bloques hegemónicos. Y cuando yo respondí que para sacarnos a Pinochet de encima no podíamos perjudicar el indispensable apoyo de la Unión Soviética, junto al de sus aliados, el autor de El tambor de hojalata, no quiso dirigirme más la palabra. Por suerte, había quedado seducido con el encanto de mi mujer y dedicó el resto de nuestra visita a conversar animadamente con ella. Comenté más tarde con mi amigo Freimut que, de no haber estado Angélica presente, Grass seguramente me hubiera expulsado de su hogar. Al despedirse, eso sí, me lanzó unas palabras finales:

–Cuando algo es moralmente correcto –dijo–, hay que defenderlo sin preocuparse de las consecuencias políticas o personales que vamos a pagar. Pienso ahora, treinta años más tarde, en esa admonición perentoria que me espetó. Sería fácil devolvérsela con altivez, echarle en cara sus propias fallas éticas a ese hombre que me había exigido rectitud insobornable, preguntarle hoy con qué derecho trataba de darme lecciones de honradez alguien que escondía en ese mismo momento su propio pasado nazi. Esa ha sido, por lo demás, la reacción de la mayoría de los comentaristas.

Aunque tal indignación me parece comprensible, sospecho que es también intelectualmente peligrosa y hasta un poco holgazana. Porque yo no creo que el hecho de que Günter Grass haya ocultado durante casi toda su vida su participación en las SS de Hitler invalide sus posteriores posturas morales o políticas. Tenía razón en sus juicios sobre Alemania y la amnesia que la aquejaba. Tenía razón en su defensa de la Revolución Sandinista. Tenía razón de que la reunificación de su país debió haberse llevado a cabo de otra manera. Tenía razón de que es necesario recordar a las víctimas alemanas de los bombardeos durante la Segunda Guerra Mundial. Y tenía razón también en el caso particular que llevó a que nuestro primer encuentro fuera tan desafortunado. Yo mismo se lo hice saber unos años más tarde cuando coincidimos en La Haya para una conferencia literaria, y se lo reiteré en varias ocasiones en las décadas siguientes: los socialistas chilenos deberíamos haber abrazado la causa de los disidentes de los países comunistas con mayor arrojo e integridad y yo mismo, como escritor, tenía una obligación adicional de plantearme a favor de la libertad, dondequiera que se viese vulnerada.

Tenía razón Günter Grass, sí, pero todos estos años me quedó dando vuelta otra pregunta más enigmática: ¿por qué tanta furia frente a lo que era, después de todo, una legítima diferencia de opiniones? ¿Por qué tanta cólera? ¿Acaso la rigidez de sus planteamientos tan categóricos no contradecía la ambigüedad maravillosa de sus personajes, la riqueza promiscua de su prosa?

Ese es el misterio que las revelaciones sobre el pasado de Grass permiten ahora ir –tal vez, tal vez– develando. ¿No es posible que fuera precisamente ese joven nazi, ese culpable alter ego adolescente, el que demandaba a su encarnación adulta que nunca más se permitiera una posición que no fuera transparente, definitiva, éticamente tajante? ¿No explica eso tanto arrebato, tanta efervescencia, tanta certeza?

Claro que hay que tener cuidado. Si algo nos enseña la obra literaria de este autor gigante es que somos seres complejos y paradójicos y probablemente indescifrables. No sería justo que termináramos reduciendo toda la vida de un escritor tan magníficamente múltiple a los mensajes que sin duda le fue susurrando a lo largo de su existencia aquel ser pretérito, maligno e inocente, que seguía pernoctando en su oscuro interior, ese pasado suyo que Günter Grass nunca pudo, creo yo, perdonar.

Una cuestión de vida o muerte


Declaración de la Comisión Permanente (23 de agosto de 2006)

A los hermanos que creen en Dios
y a todos los hombres de buena voluntad:

Como pastores de la Iglesia, les escribimos con la preocupación y la esperanza del amor que les debemos.

Hace pocos días una señora se presentó a un sacerdote con una hija discapacitada y con profunda alegría le dijo: “Gracias, padre, hace unos años usted me ayudó a ver claro. Yo estuve a punto de abortar ante la evidencia de las malformaciones de mi hija cuando estaba en mi vientre. Usted me ayudó a no hacerlo. Hoy esta hija es la que da sentido a mi vida. Aún con su discapacidad es la alegría de nuestra familia”.

Nuestra experiencia eclesial puede mostrar miles de situaciones como ésta. ¿Cuál fue el móvil de ese sacerdote al ayudar a esa mujer? ¿Cuál es nuestro móvil al dirigirnos a las autoridades, a nuestros representantes y a todo el pueblo tratando de apostar por la vida e impedir la legalización del aborto? Créannos: sólo nos mueve el profundo amor de Dios por todos nosotros. Sólo nos mueve el deseo de valorar cada una de las vidas que se engendran y que ya son un ser constituido en el vientre de la madre.

Todos apreciamos lo que hizo la Madre Teresa por cada uno de esos seres débiles, olvidados de la sociedad, excluidos, moribundos en las calles. Esa mujer, de quien nadie puede dudar que sólo era impulsada por el amor, puso tanto empeño en ocuparse de los moribundos como en impedir que las madres cayeran en el gravísimo error de abortar a sus hijos.

Muchas veces se nos quiere hacer aparecer como retrógrados o fundamentalistas ante el tema del aborto. Se acepta y valora el trabajo de la Iglesia en favor de los pobres, pero se nos descalifica cuando defendemos el derecho a la vida. ¿Qué nos pasa como sociedad? Toda la tradición judeocristiana basada en los mandamientos de la Ley de Dios por miles de años consideró que el aborto es un crimen. ¿Qué luces ha recibido esta nueva cultura, qué revelaciones se nos han manifestado para descubrir que lo que siempre fue un mal tan grande hoy ya no lo es? También en otros tiempos hubo abortos, pero siempre se consideró que era un mal a desterrar. Las culturas cambian, pero los fundamentos esenciales de las personas permanecen. La Ley de Dios y el sentido común nos han enseñado que la vida es un gran bien que debemos preservar desde el momento que comienza.

Seguramente muchos de ustedes han visto la película en la que se ha filmado un aborto (El grito silencioso). La técnica nos permite apreciar que no hay ninguna diferencia entre destrozar el cráneo de esa pequeña criatura ya gestada o cometer el homicidio de un niño que camina por la calle.

En nuestros días se ha reavivado la polémica sobre la despenalización del aborto con motivo de situaciones muy dolorosas que afectan la vida de una joven discapacitada y de un ser inocente por nacer. Lo trágico de esta situación no puede hacernos olvidar que podemos asesinar a un inocente.

Esta polémica no es una discusión más entre tantas. Es una cuestión de fondo. Nunca, como en este caso, puede decirse que es una cuestión de vida o muerte. Tan es así, que involucra a todos los ciudadanos de cualquier credo o condición social. ¿Cuál será la opción de los argentinos? Cada uno en su conciencia debe discernir si quiere una sociedad que respete la vida de todos los seres engendrados. Los que creemos en Dios debemos darle ante todo a Él la propia respuesta. A los que no creen, los invitamos a que consideren qué les dice el sentido común frente a un ser ya engendrado que es verdadero sujeto de derechos humanos. A todos les pedimos, es más, les rogamos asumir este tema con la seriedad que se merece.

Los cristianos, como nos enseña San Pablo, no entristezcamos a Dios: no sembremos la cultura de la muerte en nuestra sociedad. Por el contrario, sembremos la esperanza y la alegría que provienen del amor de Dios por sus criaturas. Así nos lo enseñó Jesús, quien pidió al Padre que no se pierda ninguno de los hermanos.

María, que en Belén alumbró al Hijo de Dios, nos ayude a optar siempre por la vida.

Buenos Aires, miércoles 23 de agosto de 2006

144ª Reunión de la Comisión Permanente de la
Conferencia Episcopal Argentina



"A la Iglesia Católica Apostólica Romana se le ha de manifestar un profundo agradecimiento por su mensaje de respeto a la vida humana en todos sus grados. Esta Iglesia, durante los primeros siglos de su existencia, corrigió el desprecio que amplios sectores de la cultura greco-romana sentían y fomentaban hacia el nasciturus y el infans. También hoy nuestra cultura necesita que la religión nos recuerde el valor positivo de toda vida, y también los aspectos negativos del aborto.”

Antonio Beristain Ipiña, S. J.
Sacerdote jesuita y penalista liberal


del libro: "El Aborto y la cuestión penal" de Rubén Figari y Matías Bailone, Mediterránea, Córdoba, 2006.

20.8.06

Los discípulos de Dan Brown


Por Umberto Eco

Tengo un amigo del Opus Dei con quien intercambio opiniones de vez en cuando, pero eso no significa que yo sea miembro del Opus. Tengo un amigo masón, pero eso no quiere decir que yo sea masón. Tengo muchos amigos hebreos, pero lamentablemente no soy hebreo. Tengo amigos homosexuales, pero por desgracia soy heterosexual y (como dicen ellos) no sé lo que me he perdido. La curiosidad, los casos profesionales, la simpatía, pueden llevar a contactos de distinto tipo sin que el contacto quiera decir adhesión.

Esto sucedió con Descartes. Su biógrafo Baillet dice que, cuando salieron los manifiestos rosacruces, Descartes intentó a toda costa ponerse en contacto con los que prometían doctrinas secretas. En aquella época, magia o alquimia y ciencias naturales, ocultismo y física iban a la par, y una persona culta estaba autorizada a interesarse por todo. Newton, el padre de la ciencia moderna, tenía un pie en sus ecuaciones y el otro en reflexiones cabalistas.

No hay nada extraordinario, por lo tanto, en que Descartes, tras aparecer los manifiestos de los rosacruces en 1614 en Alemania, buscara un contacto con ellos.

Lo que sabemos por su biógrafo es que, tras su regreso a París, todos decían que se había convertido en un rosacruz, cosa que no le hacía ninguna gracia.

Así pues, considerado que los rosacruces eran considerados invisibles, Descartes se dejó ver un poco por doquier, sobre todo en los teatros, porque si era visible, eso quería decir que no era rosacruz.

Descartes no podía haber encontrado a los rosacruces porque no existían. Existen los manifiestos rosacruces, pero sus presuntos autores o negaron su paternidad o dijeron que lo habían hecho de broma. Aun así, esos manifiestos expresaban una tensión hacia una concordia universal y una superación de los conflictos religiosos de su época, y muchas personas ilustres intentaron ponerse en contacto con los autores, con lo que se produjo una inmensa bibliografía rosacruz, donde todos precisaban que nunca habían podido entrar en contacto con un rosacruz.

El hecho de que después hayan surgido un sinnúmero de fraternidades rosacruz es obvio: visto que no existían, cualquiera podía declararse uno de ellos sin miedo a que le desmintieran.

En cualquier caso, todos estaban convencidos de que existían y para ello véase la espléndida argumentación de un tal Neuhaus (1623): "Por el hecho mismo de que cambian y alteran sus nombres, que enmascaran su edad, y que por su propia confesión llegan sin dejarse reconocer, no hay lógico que pueda negar que necesariamente es preciso que existan".

Resulta difícil, entonces, decir si Descartes se encontró con alguien que decía haberse visto con un rosacruz, aunque es presumible que hubiera leído algunos libelos al respecto y que quizá en parte se hubiera dejado influir por ellos.

Ahora bien, después del Código Da Vinci, la gente necesita secretos revelados, y si uno los revela, se lleva a casa unos cuantos dólares más.

He aquí entonces a un matemático como Amir Aczel (autor de un libro sobre el enigma de Fermat) que publica un libro sobre el cuaderno secreto de Descartes, donde, además de numerosas y fidedignas informaciones sobre los descubrimientos matemáticos y la vida del filósofo, pretende demostrar que Descartes era un rosacruz.

Las pruebas brillan por su ausencia, pero basta con apuntar una serie de coincidencias curiosas que para el lector ingenuo el juego está hecho: Descartes tuvo contactos con un matemático y místico como Faulhaber, ergo queda demostrado que Descartes, cuando menos, intercambió ideas con los rosacruces.

Aun admitiendo que Faulhaber fuera rosacruz, es como decir que Juan Pablo II tuvo contactos con teólogos protestantes, ergo era protestante.

Leibnitz (y es verdad) encuentra una serie de apuntes cartesianos sobre el cubo (seis caras), el octaedro (seis vértices) y el tetraedro (seis aristas). Seis veces tres hace 666, el número apocalíptico de la Bestia, ergo Descartes buscaba el poder oculto de los rosacruz (señalo que tres por seis como mucho hace dieciocho y que era natural que Descartes se interesara por la geometría). Kepler se interesaba por lo oculto (probable, en su época), su alumno Burgi era rosacruz (no demostrado) e inventó un compás de reducción parecido al que imaginó Descartes, ergo he ahí una prueba de la relación entre Descartes y los rosacruces.

Desafortunadamente, no tenemos en cuenta toda una serie de cosas que igualmente dice Aczel en otras partes del libro: que el compás le servía a Descartes para el problema de la trisección del ángulo, y que el compás de Burgi era una variante de un compás de Galileo. ¿Rosacruz también él?

Además, Aczel, que se basa en una dudosa bibliografía, dice que copias originales de los textos rosacruces existen todavía hoy en día, lo cual es falso, y comenta algunas sugerencias suyas con "¿Una coincidencia? Puede ser". Que es la forma típica de los engañabobos de tratar las coincidencias casuales para sacarles dinero a los necios. Puro Dan Brown.

15.8.06

Democracia y derechos fundamentales frente al desafío de la globalización


Por LUIGI FERRAJOLI


1. Premisa. Deseo ante todo expresar mi más profundo agradecimiento a todos los colegas del Consejo Superior de la Universidad de La Plata por haberme honrado con la entrega del título de doctor honoris causa en Derecho y por las razones con las cuales han motivado la propuesta de esta distinción. Agradezco también a todos Ustedes, particularmente en la persona de vuestro Presidente, el Profesor Gustavo Adolfo Azpiazu. En fin, un agradecimiento especial al insigne colega Eugenio Raúl Zaffaroni por los conceptos y las generosas referencias que ha tenido conmigo en su Laudatio.

Estoy además complacido de encontrarme en esta casa histórica, en esta Universidad que cumple sus primeros cien años y de estar presente en esta ciudad de La Plata, uno de los lugares donde más fuerte y vigorosa ha sido la lucha de resistencia contra las dictaduras militares y muy firme el compromiso en la vuelta y en la defensa de la democracia, tal como lo atestigua la admirada personalidad -tan querida en Italia- de una fundamental protagonista de la lucha por los derechos humanos en toda América: me refiero a la Presidente de las "Abuelas de Plaza de Mayo", Estela Carlotto, cuya militancia permanente ha sido un ejemplo para toda una generación de jóvenes bien conscientes de aquellos valores, comenzado por su hijo, el diputado Remo Carlotto. Otro motivo por el que me siento muy orgulloso por este reconocimiento es que proviene de una comunidad de penalistas argentinos que figuran entre las más prestigiosas del mundo y que contaron en sus comienzos con el determinante magisterio de Luis Jiménez de Asúa (1). A estos penalistas argentinos, entre los que se encuentran David Baigún, Eugenio Raúl Zaffaroni y Julio Bernardo Maier, me unen fuertes y antiguos vínculos de amistad y afecto. Siempre he admirado las enseñanzas de estos maestros, en particular de Raúl Zaffaroni, quien es seguramente a nivel internacional uno de los juristas más ilustres de nuestro tiempo. Estos grandes maestros han restituido a las disciplinas penalistas la dimensión civil y democrática que tuvieron en sus orígenes con la Ilustración, dando vida -y no casualmente en Argentina, donde los horrores del arbitrio policial y de la represión política han sido más dolorosos y terribles- a un movimiento democrático y garantista de penalistas y criminólogos, que combina rigor científico y militancia cultural, reflexión teórica y pasión democrática.

Por lo demás, de esta concepción y orientación es fiel reflejo este Segundo Seminario italo-argentino sobre los derechos de los privados de libertad -un tema frecuentemente desatendido por la cultura penalista académica-. Seminario que reúne, junto a tantos estudiosos argentinos, comprometidos en la defensa de los derechos humanos, también a colegas italianos, comenzando por mi fraternal amigo Alberto Filippi, cuya labor para el conocimiento de la realidad latinoamericana en Italia y en Europa se remonta a los años Setenta, cuando colaboramos en Roma con Lelio Basso en la constitución de los Tribunales Russell II, concebidos para denunciar el terrorismo de Estado y los genocidios perpetrados por las dictaduras en Brasil, Chile, Argentina y Uruguay. Igualmente, me complace la presencia de Stefano Anastasia de la Asociación Antigone, que desde hace muchos años conduce en Italia batallas muy parecidas a las que están librando ustedes para extender y aplicar los derechos fundamentales a toda la sociedad argentina. Es por el conjunto de estas razones que esta lección tendrá por objeto el análisis de esos derechos y de sus garantías.

2. Derechos fundamentales y democracia constitucional. Un nuevo paradigma. Es cierto que los derechos fundamentales -políticos, civiles, de libertad y sociales- han sido solemnemente consagrados en las constituciones de todos los países civiles como dimensiones sustanciales de la democracia, llamada por ello mismo "constitucional", y han sido proclamados en las Declaraciones, Pactos y Convenciones internacionales, hasta haberse vuelto la principal fuente de legitimación y, en caso de que sean violados, de deslegitimación de cualquier orden jurídico y político, tanto estatal como internacional.

Yo creo que en virtud de la constitucionalización de esos derechos ha cambiado la naturaleza tanto del derecho como de la democracia. Cambió la naturaleza del derecho, cuya validez ya no depende sólo de las formas legislativas de su producción, sino también de sus contenidos, es decir, de la sustancia de las leyes producidas, la cual no puede derogar los principios y los derechos establecidos constitucionalmente, siendo que en tal caso resultaría inválida. Simultáneamente, cambió la naturaleza de la democracia, que ya no consiste sólo en la omnipotencia de las mayorías y, por lo tanto, en su dimensión política o formal, sino también en los límites y vínculos de contenido que le impone como su dimensión sustancial, lo que podemos llamar "esfera de lo que no es posible decidir": la esfera de aquello que ninguna mayoría puede decidir, esto es, la lesión de los derechos de libertad, y la esfera de aquello que ninguna mayoría puede dejar de decidir, esto es, en cambio, la no satisfacción de los derechos sociales.

Se trató de un cambio sustancial de paradigma tanto del derecho como de la democracia, que no por casualidad se produjo a partir de la derrota del nazifascismo y de las catástrofes de las dos guerras mundiales (2). De allí el "nunca más" impuesto al derecho y a la política bajo la forma de límites y vínculos a los poderes supremos, a través de esos pactos de convivencia que son las constituciones rígidamente puestas por encima de la legislación ordinaria. De allí la dimensión sustancial insertada junto a la formal, tanto en el derecho como en la democracia, que ya no se vinculan sólo a las normas formales que establecen el "quién" y el "cómo" de las decisiones, sino también a las normas sustanciales -la paz y los derechos humanos- que establecen "qué" es lo que no se permite decidir (la violación de los derechos de libertad) y "qué" es lo que no se permite dejar de decidir (la satisfacción de los derechos sociales).

3. La crisis actual de la democracia constitucional. Lamentablemente, aquel "nunca más" opuesto a las tragedias del pasado no fue respetado. Por un lado, no fue respetado en el interior de los ordenamientos estatales, incluyendo a los más avanzados, donde hemos asistido en estos años a violaciones masivas de los derechos humanos. Piénsese sólo en los horrores de Guantánamo y de Abu Ghraib, en las leyes de emergencia, restrictivas de la libertad personal en Estados Unidos e Inglaterra, y, por otra parte, en la disolución de las garantías de los derechos de los trabajadores y el progresivo desmantelamiento de la esfera pública y del Estado social, fomentado por las actuales políticas neoliberales. Pero ese "nunca más" no fue respetado, sobre todo, en el orden internacional, donde las promesas de paz y de protección de los derechos fundamentales se redujeron a su mera enunciación en el papel.

Ante todo, ha sido retomada la doctrina autoproclamada de la "guerra justa". Nada menos que cuatro veces durante poco más de un decenio ha sido quebrantada la prohibición de la guerra, que es la norma fundamental del orden internacional establecido por la Carta de las Naciones Unidas. La guerra, con su carga implícita de víctimas inocentes, ha sido rehabilitada como instrumento de solución de las controversias internacionales o, peor aun, ha sido propuesta, como en los casos de Afganistán y de Irak, como una nueva y absurda forma de intervención policial y de "justicia" penal sumaria.

Por otro lado, el fenómeno de la globalización económica en su conjunto puede ser entendido e identificado en el plano jurídico, como un vacío de derecho público internacional, idóneo para regular los grandes poderes económicos transnacionales, que se sustraen así al rol normativo de los derechos públicos nacionales y se transforman en poderes desregulados y salvajes: un vacío de derecho público colmado, inevitablemente, por el derecho privado, es decir, por un derecho de formación contractual, producido por las empresas mismas, que se sustituyen de esta manera a las formas tradicionales de la ley (3) y que refleja inevitablemente la ley del más fuerte. De ello ha derivado una anomia general y una regresión neo-absolutista tanto de las grandes potencias como de los grandes poderes económicos transnacionales: lo cual constituye un neo-absolutismo regresivo que se manifiesta en la ausencia de reglas, condición manifiestamente asumida por el capitalismo globalizado actual, como una suerte de nueva Grundnorm del así llamado nuevo orden económico y político internacional.

En ausencia de una esfera pública mundial, el efecto más evidente de la globalización es el crecimiento constante de la desigualdad, signo de un nuevo racismo que considera inevitables a la miseria, al hambre, a las enfermedades y a la muerte de millones de seres humanos considerados sin valor. Los datos mundiales de la desigualdad y la pobreza son espantosos. Se ha calculado que, en 1820, los países ricos eran 3 veces más ricos que los países pobres, en 1913 eran 11 veces más ricos, mientras que, en 1992, se habían vuelto ya 72 veces más ricos que los países pobres. También se ha calculado que menos de 300 millonarios en dólares son más ricos que la mitad de la población mundial, es decir, tres mil millones de personas (4); que alrededor de mil millones de personas no tienen acceso al agua y a la alimentación básica, lo cual provoca 15 millones de muertes cada año; que 17 millones de personas mueren cada año a causa de enfermedades no curadas y, aun antes, a causa del mercado, ya que no pueden pagar los costosos medicamentos "esenciales", cuyas fórmulas están registradas comercialmente, o, peor aun, porque los medicamentos más simples que podrían curarlos se encuentran entre los llamados medicamentos "huérfanos", es decir, los que ya no se producen porque combaten enfermedades erradicadas en gran parte de los países occidentales (5).

En síntesis, estamos frente al desarrollo de una desigualdad que no tiene antecedentes en la historia. Actualmente, la humanidad en su conjunto es mucho más rica que en el pasado, pero también es mucho más pobre si consideramos masas inmensas y en constante aumento de seres humanos. Por cierto, en el plano jurídico los hombres son incomparablemente más iguales que en cualquier otra época, en virtud de las tantas cartas y declaraciones de derechos. Pero también son incomparablemente más desiguales en los hechos. El "tiempo de los derechos" -para usar la conocida expresión de Norberto Bobbio- es también el tiempo de su violación masiva y de la desigualdad más profunda e intolerable. De tal suerte que frente a esta enorme diferencia entre el deber ser normativo y el ser efectivo de los sistemas políticos, es el constitucionalismo democrático en cuanto tal el que corre el riesgo de ser desacreditado como un nuevo engaño y una nueva apariencia ideológica de Occidente.

4. Replantear la esfera pública. Instituciones de gobierno e instituciones de garantía. Pues bien, este fracaso del constitucionalismo democrático se debe a la ausencia, sobre todo en el derecho internacional, de garantías y, aun antes, de instituciones de garantía que estén a la altura de los nuevos problemas y de los nuevos poderes extra -o supra- nacionales. El orden internacional -salvo la institución de la Corte penal internacional, a la cual, sin embargo, todavía no han adherido las máximas potencias, tal como Estados Unidos, Rusia y China- se ha quedado sustancialmente privado de instituciones de garantía. Pese a todas sus cartas y convenciones de derechos humanos, el orden internacional se puede comparar a lo que sería un orden estatal compuesto sólo por una constitución, sin las leyes necesarias para su actuación y aplicación.

Por lo tanto, es la esfera pública y la clásica articulación entre los poderes públicos lo que hoy debe ser replanteado y refundado. Yo pienso que mucho más que la diferenciación y separación montesquieviana entre los poderes clásicos -legislativo, ejecutivo y judicial- hoy es esencial, sobre todo a nivel internacional, hacer otra distinción y separación: aquella entre instituciones de gobierno e instituciones de garantía, justificada por la diversidad de sus fuentes de legitimación: la representatividad política de las instituciones de gobierno, tanto legislativas o ejecutivas, y la sujeción al derecho y, por ende, a los derechos fundamentales positivamente estipulados, de las instituciones de garantía.

Es claro que a nivel internacional el verdadero problema, la verdadera gran laguna, es la falta de las funciones e instituciones de garantía, mucho más que de las funciones de gobierno, siendo que no tiene mucho sentido y no es siquiera pertinente a las funciones de defensa de los derechos humanos una hipotética democracia representativa planetaria basada en el principio un sujeto/un voto. En este nivel, mucho más que el refuerzo de las funciones e instituciones de gobierno, tanto más legitimadas cuanto más son ejercitadas por los organismos representativos de los Estados nacionales, lo que se requiere es el refuerzo o la creación de funciones y de instituciones de garantía, no sólo de las tradicionales garantías secundarias o jurisdiccionales, destinadas a intervenir contra las violaciones de los derechos, sino aun antes de las garantías primarias y de las respectivas instituciones, encaminadas a su protección y satisfacción directas (6). Me refiero, en particular, a la FAO y a la Organización Mundial de la Salud, a las que sería necesario dotar de los medios y los poderes necesarios para cumplir con las funciones de provisión de servicios alimentarios y sanitarios; a la fuerza de policía internacional, prevista en protección de la paz por el capítulo VII de la Carta de la ONU; a las instituciones de garantía que sería necesario establecer en temas de ambiente, educación y subsistencia.

Luego, es evidente que tales instituciones requerirían el establecimiento de una imposición fiscal mundial: la Tobin Tax, por ejemplo, sobre transacciones financieras, pero, aun antes, la tasación del uso y explotación de los bienes comunes de la humanidad (7), como las órbitas satelitales, las bandas del éter y los recursos de los fondos oceánicos, actualmente utilizados por los países ricos como si fueran res nullius, en vez de "patrimonio común de la humanidad", como las llaman los Tratados internacionales sobre el mar y los espacios extra-atmosféricos (8).

5. La garantía de los derechos sociales. Hoy, por lo tanto, frente a los gigantescos problemas del hambre, la miseria y las agresiones al ambiente, generados por una globalización sin reglas, el desafío principal que ésta le pone a la razón jurídica y política es la fundación de una esfera pública internacional que garantice los derechos fundamentales y, en primer lugar, los derechos sociales a la supervivencia. En efecto, la garantía de los derechos sociales a nivel estatal e internacional no sólo es un deber impuesto por las cartas constitucionales e internacionales, sino que, antes bien, es una necesidad vital, debida al cambio profundo que se produjo en la relación entre hombre y naturaleza, que ha hecho de los derechos sociales a la supervivencia -a la subsistencia, a la alimentación básica, a la salud y a la educación- un corolario de aquel derecho a la vida que en el modelo hobbesiano del Estado moderno constituyó la primera razón de ser del contrato social de convivencia.

En efecto, en las sociedades actuales, caracterizadas por un alto nivel de interdependencia y desarrollo tecnológico, incluso sobrevivir, no menos que vivir, requiere garantías jurídicas, puesto que también la supervivencia, no menos que la defensa de la vida ante agresiones indebidas, es cada vez menos un fenómeno solamente natural y cada vez más un fenómeno artificial y social. En la época de Locke, en los orígenes de la edad moderna cuando todavía existía una relación directa entre vida y naturaleza, la supervivencia podía ser tranquilamente confiada a la autonomía del individuo: a su trabajo, a su capacidad de adaptación, a su libre y responsable poder de iniciativa y, en todo caso -escribía Locke-, a su voluntad de trabajar y cultivar nuevas tierras "sin perjudicar a nadie, pues hay en el mundo tierra suficiente para abastecer al doble de sus habitantes" (9), como podría ser "en cualquier parte interna y desierta de América" (10). Fue sobre esta base que el primer liberalismo pudo ofrecer un fundamento axiológico al primer capitalismo, teorizando el nexo entre libertad, trabajo, propiedad y vida, a cuya "mutua conservación" estaba encaminado el contrato social (11). Es cierto que hoy esto ya no es así. "El hombre civilizado", escribió Tocqueville ya un siglo y medio atrás (12), "está expuesto infinitamente más a las vicisitudes del destino que el hombre del pasado". Mucho más que en el pasado, la supervivencia del hombre en su plenitud -desde el trabajo a la migración, desde la casa hasta la alimentación básica- es confiada a su integración social, es decir, a condiciones materiales y a circunstancias jurídicas y sociales de vida que van más allá de su libertad de iniciativa.

Es en esta artificialidad social de la supervivencia donde se encuentra hoy el fundamento axiológico de los derechos sociales. Debe considerarse además que los derechos sociales a la salud, a la educación, a la subsistencia, tienen sus inevitables y necesarios costos (13), así como cuestan, por lo demás, los derechos de libertad. En consecuencia, cuesta también la democracia constitucional. Pero ¡ojo!: cuesta todavía más no satisfacer esos derechos. Tal como lo ha demostrado Amartya Sen, sin las libertades fundamentales ni los derechos políticos es imposible la democracia política, pero tampoco la iniciativa económica, la seguridad de los mercados y el desarrollo intelectual, cultural y tecnológico (14).

Ahora bien, a mí me parece que esta tesis de Sen debe ser ampliada, pues vale no sólo para las libertades fundamentales, sino también para los derechos sociales, que quizás sean más esenciales para el desarrollo de la seguridad y la economía. La garantía de todos estos derechos -el acceso al agua y a los llamados "medicamentos esenciales", no menos que a la educación básica- es el presupuesto no sólo de la supervivencia individual, sino también del desarrollo económico de toda la sociedad. En efecto, la malnutrición y la desnutrición provocan enfermedades y muerte, pero también perjudican cualquier desarrollo posible: el desarrollo de la persona, de la cual hipotecan sus aptitudes, sean manuales o intelectuales; el desarrollo de la economía, dado que sofocan, junto a la productividad de los particulares, la producción de la riqueza en su conjunto. En síntesis, el hambre pone en acción un círculo vicioso terrible: provoca enfermedades que llevan a destinar los ya pobres réditos familiares a la compra de medicamentos; reduce la capacidad productiva de la población; genera revoluciones, conflictos sociales y desórdenes civiles; en fin, es el factor principal de la criminalidad que precisamente se puede denominar de supervivencia. Hoy, más de mil millones de personas sufren de hambre y sed, y decenas de millones mueren cada año por enfermedades o por falta de agua y alimentación de base. Esta no es sólo una catástrofe moralmente inaceptable. Es también la principal razón de la falta de desarrollo económico de gran parte del plantea.

Creo, en definitiva, que se pueda afirmar que los derechos fundamentales son el factor principal y el motor principal del desarrollo, no sólo civil sino también económico. La prueba histórica de este nexo entre derechos sociales y desarrollo está ante los ojos de todos. Ella está ofrecida por la propia experiencia de los países occidentales ricos. Seguramente el mayor desarrollo económico y el mayor bienestar de estos países con respecto al resto del mundo, como así también con respecto a su pasado, se deben no sólo al aprovechamiento y en muchísimos casos a la explotación del resto del planeta, sino también al mejoramiento de las condiciones generales de vida, a la mayor educación, al mejor estado de salud, a las mayores energías dedicadas por cada uno al trabajo y a la investigación. De tal suerte que podemos decir, invirtiendo el prejuicio de la contraposición entre garantías de los derechos y desarrollo económico, que la mejor política económica, la más eficaz para incrementar el desarrollo, así como la mejor política en materia de prevención de los delitos es una política social encaminada a garantizar los derechos vitales de todos. Y también podemos decir que los gastos públicos que son necesarios para tal fin no deben ser concebidos como un pasivo relevante en los balances públicos, sino como la forma de inversión pública seguramente más productiva.

6. Las razones de la crisis del constitucionalismo democrático. Dos aporías de la democracia. Debemos entonces preguntarnos cuáles son las razones del actual vacío de garantías internacionales de los derechos humanos que, sin embargo, se encuentran solemnemente proclamados.

Creo que una primera, brutal razón, es la que sugiere Michel Foucault. Consiste en el racismo. El racismo, escribió Foucault hace treinta años, "representa el modo en que ha sido posible introducir una separación entre lo que debe vivir y lo que debe morir". Y es "la condición de aceptabilidad de la decisión de matar ..., la condición en base a la cual se puede ejercitar el derecho de matar"(15). A la opinión pública occidental en tanto le es posible tolerar o ignorar las decenas de millones de muertos cada año por hambre y falta de curas, o la tragedia de miles de inmigrantes rechazados cada año en nuestras fronteras, o las miles de víctimas inocentes de las actuales guerras globales, en cuanto esta tolerancia y este rechazo sean sostenidos por el racismo.

Luego, hay un segundo orden de razones que explica la crisis del constitucionalismo democrático. Se trata de dos aporías presentes en las actuales democracias, ligadas, la primera, a la relación entre democracia y espacio, y, la segunda, a la relación entre democracia y tiempo.

La primera aporía consiste en el final de la relación entre democracias y Estado. En todos los países del mundo -excluido Estados Unidos y, en todo caso, mucho más en los países pobres- se rompió la relación entre democracia y Estado, es decir, entre pueblo y representantes. Los pueblos ya no son gobernados por sus representantes, pues las decisiones más importantes para sus vidas se toman fuera de los confines de sus Estados. Por ello, el orden internacional no es democrático y, de hecho, es gobernado por la mayoría de una minoría, los países ricos de Occidente, que equivalen a un quinto de la humanidad. Es claro que la política de esta minoría, si quiere mantener intactos sus actuales privilegios, debe ser inevitablemente discriminatoria. La conservación de nuestros estilos de vida implica la miseria y el subdesarrollo del resto de la humanidad, aun cuando ello sea contrario al derecho a la vida establecido en las cartas internacionales. De aquí el valor, pero también la ineficacia, de los derechos de todos los seres humanos del planeta.

La segunda aporía, todavía más grave, se refiere al cambio de la relación entre democracia y tiempo. El horizonte de la política en nuestras sociedades democráticas, también a causa de sus degeneraciones videocráticas y de la práctica cotidiana de los sondeos, está limitado a los tiempos breves, brevísimos. La política está perdiendo las dimensiones del tiempo, tanto la memoria del pasado (es decir de los "nunca más" de los que nacieron las constituciones y las cartas de la segunda post-guerra) como la perspectiva y proyección del futuro no inmediato. Sólo así pueden explicarse, por un lado, la remoción de nuestro horizonte de los problemas del hambre y la miseria y, por el otro, de los peligros que pueden provenir de ello para la paz y la seguridad. Sólo así se explican, en definitiva, la ilusión de que la economía pueda autogobernarse y prescindir de una esfera pública global, la destrucción irresponsable del ambiente y la indiferencia despreocupada frente a las prognosis infaustas en torno al futuro de nuestro planeta. En síntesis, la democracia actual, basada en la comunicación televisiva y en los sondeos, conoce sólo tiempos sumamente breves: no recuerda -es más, remueve- el pasado y no se hace cargo del futuro, es decir, de lo que ocurrirá más allá de las contingencias electorales.

Estas dos aporías, ligadas a los restringidos horizontes espaciales y temporales de la democracia política, conllevan hoy el riesgo de generar un conflicto entre la óptica miope de los tiempos breves, por un lado (que se limita a los intereses inmediatos y nacionales e ignora los grandes problemas globales), y la racionalidad política, por el otro (que, contrariamente, impondría el deber de hacerse cargo de los intereses a largo plazo, los cuales están vinculados con el futuro del planeta y, por lo tanto, también a largo plazo, con el futuro de los países democráticos mismos). Es un peligro gravísimo. De hecho, hay una terrible novedad en los problemas y crisis actuales con respecto a todas las crisis del pasado: se trata del carácter irreversible de las catástrofes que amenazan el futuro de la humanidad, en caso que no se tomen en serio las promesas de paz, de garantía de los derechos y de salvaguardia del ambiente, contenidas en las tantas cartas internacionales de los derechos humanos.

La primera catástrofe es la nuclear. El fin de la bipolaridad no marcó el fin de la amenaza nuclear, sino que, al contrario, la agravó, dejando espacio a una proliferación descontrolada de armamentos nucleares, químicos, bacteriológicos, dotados de capacidad destructiva sin comparación con el pasado. Frente a esta amenaza, el único remedio es la institución, en sostén de la prohibición de la guerra, de garantías idóneas, principalmente el monopolio jurídico de la fuerza en cabeza de la ONU. En segundo lugar, todas las armas deberían ser calificadas como bienes ilícitos, de modo que su producción, comercio, uso y tenencia deberían prohibirse tan severamente como se hace con las drogas. Se trataría de la medida más eficaz de prevención frente al terrorismo, la criminalidad y las tantas guerras que afligen al planeta.

La segunda catástrofe, aun más alarmante, es la destrucción del ambiente. Nuestra generación produjo daños irreversibles a nuestro ambiente natural, que aumentan cada año. Estamos destruyendo nuestro planeta en una carrera desquiciada hacia el desarrollo insostenible. Hemos masacrado especies animales completas, consumido gran parte de nuestros recursos energéticos, envenenado el mar, contaminado el aire y el agua, desforestado, convertido en desierto y cemento millones de hectáreas de tierra. De las otras catástrofes, incluso de las más terribles -piénsese en la segunda guerra mundial y en el horror del Holocausto-, la razón jurídica y política siempre extrajo lecciones, formulando nuevos pactos sociales de convivencia, nuevos "nunca más", a fin de evitar que se repitieran. De manera distinta a todas las otras catástrofes pasadas de la historia humana, la catástrofe ecológica es en gran parte irremediable, y probablemente no tendremos tiempo para extraer las correspondientes lecciones. Por primera vez en la historia existe el peligro de que se adquiera la conciencia de la necesidad de cambiar el rumbo y establecer un nuevo pacto cuando ya sea demasiado tarde.

Bajo esta perspectiva -el peligro de un crecimiento ilimitado e insostenible- sería necesario unir a las cartas constitucionales de los derechos fundamentales, una Carta constitucional de los bienes fundamentales: por un lado, estipulando los vínculos a la producción y distribución de los bienes sociales; por el otro, trazando, sobre la base de un nuevo "contrato natural" (16) encaminado a la protección de los bienes comunes, límites rigurosos tanto al mercado como a la política. En particular, repito, en lo que se refiere a los bienes comunes, debemos ser conscientes de que una política racional encaminada a su protección, convirtiéndolos en inviolables, indisponibles e inapropiables, requiere hoy de una lucha contra el tiempo. Es previsible que se arribe, antes o después, a una democracia cosmopolítica, a un nuevo pacto de convivencia dictado nuevamente por la razón. Pero hoy debemos saber que la historia ya no es concebible con seguridad como progresiva, sino que presenta en su horizonte la catástrofe irreversible. Y nosotros corremos el riesgo de llegar tarde para prevenirla.

7. Por un constitucionalismo mundial. Concluyo afirmando que la perspectiva aquí conjeturada de la ampliación a las relaciones internacionales del paradigma del Estado constitucional de derecho -en pocas palabras, la construcción de una esfera pública mundial- no resulta solamente implicada -y, por ello, normativamente impuesta-, si tomamos en serio al derecho, por el diseño normativo de la Carta de la ONU y de las convenciones sobre derechos humanos. Ella representa además la única alternativa racional a un futuro de guerras, violencia, fundamentalismos y destrucciones. Agrego que aun cuando la actual anarquía internacional equivalga de hecho a la primacía de la ley del más fuerte, ella no favorece, en el largo plazo, ni siquiera al más fuerte, ya que se resuelve en una inseguridad general y precariedad, ya que siempre "el más débil", como escribió Thomas Hobbes, "tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte con una maquinación secreta o aliándose con otros" (17).

Lamentablemente no hay razones para cultivar ningún optimismo. Pero es necesario, al menos, evitar la falacia en la cual incurre buena parte de la filosofía política y jurídica "realista". En los procesos actuales no hay nada de natural, ni de necesario, ni, por lo tanto, de inevitable. Estos procesos son el fruto de decisiones políticas o, podría decirse también, de un vacío de la política y, en consecuencia, si se los quiere combatir, ellos requieren a la política y aún antes a la cultura jurídica y política la proyección de las nuevas y específicas garantías de un Estado de derecho internacional en condiciones de afrontarlos. El futuro de la paz, de los derechos y de la democracia, en pocas palabras, depende también de nosotros. Vale decir que depende también, como siempre, de la cultura jurídica y política y de su capacidad de análisis y de proyección. Por ello quiero concluir recordando el optimismo metodológico expresado por Norberto Bobbio en uno de los pasajes más bellos de sus últimos escritos. Es cierto, escribió Bobbio evocando a Kant (18), que el progreso "no es necesario", sino "sólo posible". Pero ello depende también de nuestra confianza en esta "posibilidad" y de nuestro rechazo a dar por descontadas "la inmovilidad y la monótona reiteración de la historia". "Respecto a las grandes aspiraciones del hombre" expuestas en las tantas cartas y declaraciones de los derechos, advirtió Bobbio, "ya estamos demasiado retrasados. Intentemos no acrecentar ese retraso con nuestra desconfianza, indolencia, escepticismo. No tenemos tiempo para perder. La historia, como siempre, mantiene su ambigüedad procediendo en dos direcciones opuestas: en dirección a la paz o en dirección a la guerra, a la libertad o a la opresión. La vía de la paz y de la libertad pasa a través del reconocimiento y la protección de los derechos del hombre. No niego que la vía es difícil. Pero no hay alternativas" (19).

Especial para La Ley. Derechos reservados (ley 11.723)


(*)(*)"Lectio Doctoralis" del profesor Luigi Ferrajoli en la oportunidad del doctorado honoris causa de la Universidad Nacional de La Plata, 22 de noviembre de 2005. Traducción de Pablo Eiroa y Nicolás Guzmán.
(1) Como lo ha reconstruido y evidenciado FILIPPI, A., "La filosofía de Bobbio en América Latina y España", Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003, ps. 11-33.
(2) Sobre estos cambios de paradigma remito a mi "Lo stato di diritto tra passato e futuro", en P. Costa y D. Zolo, "Lo stato di diritto", Feltrinelli, Milano 2002, ps. 349-386 y "Diritti fondamentali. Un dibattito teorico", a cargo de E. Vitale, Laterza, Roma-Bari 2001, ps. 18-22, 145-150, 318-332.
(3) Véase, sobre estas nuevas fuentes del derecho, FERRARESE, M. R., "Le istituzioni della globalizzazione. Diritto e diritti nella società transnazionale", Il Mulino, Bologna, 2000.
(4) "UNDP. Rapporto 1999 sullo sviluppo umano. La globalizzazione", Rosenberg e Sellier, Torino 1999, p. 55. La divergencia de rédito entre el quinto de la población mundial que vive en los países más ricos y el quinto que vive en los países más pobres era de 30 a 1 en 1960, de 60 a 1 en 1990 y de 74 a 1 en 1997 (ivi, p.19).
(5) TOGNONI, G., "I farmaci essenziali come indicatori di diritto", en "Giornale italiano di farmacia clinica", 12, 2, abril-junio 1998, ps. 116-122, que recuerda que en 1977 la Organización Mundial de la Salud compiló una lista de "medicamentos esenciales", objeto en cuanto tales, de distribución obligatoria, de los que propuso la siguiente definición: "se definen 'medicamentos esenciales' aquellos que satisfacen las necesidades sanitarias de la mayor parte de la población y que, por lo tanto, deben estar disponibles en todo momento en cantidad suficiente y en la forma farmacéutica apropiada". La lista contemplaba originariamente poco más de doscientos medicamentos. En 1997 contenía poco menos de trescientos, casi todos no costosos. Continúa siendo aún una de las tantas promesas no mantenidas.
(6) Sobre esta distinción, me remito a mi "Garanzie", en "Parole chiave", 1999, N° 19, ps. 15-32.
(7) Recuérdense las máximas romanas clásicas: "Quaedam enim naturali iure communia sunt omnium, quaedam publica, quaedam universitatis, quaedam nullius pleraque singulorum, quae variis ex causis cuique adquiruntur" ("Institutiones" di Giustiniano, 2, 1 pr.; D 1,8,2,1 pr.); "et quidem naturali iure omnium communia sunt illa: aer, aqua profluens, et mare, et per hoc litora maris" (ivi D 1,8,2,1). Esta clásica definición de los bienes comunes de la humanidad, junto a la reivindicación en cabeza de los españoles del "jus migrandi" y del "ius communicationis", fue esgrimida por Francisco de Vitoria, al comienzo de la edad moderna, para legitimar la conquista y la colonización del nuevo mundo. Estos bienes, declaró Vitorio, son de utilidad pública: " Ergo neminem licet ab illis prohibere. Ex quo sequitur quod barbari iniuriam fecerent Hispanis, si prohiberent illos a suis regionibus" (F. de Vitoria, "De indis recenter inventis relectio prior" (1539), en "De indis et de iure belli relectiones.
Relectiones theologicae XII", a cargo de E.Nys, "The Classics of International Law", Oceana, New York 1964, sect. III, 2., prob. 10, p. 258).
(8) Es la expresión usada por el art. 136 de la Convención de las Naciones Unidas sobre el derecho del mar del 10.12.1982: "la Zona (de alta mar) y sus recursos son patrimonio común de la humanidad"; "Todos los derechos sobre los recursos de la Zona", añade el art. 137, inc. 2, "pertenecen a toda la humanidad, en cuyo nombre actuará la Autoridad (Internacional de los Fondos Marinos). Estos recursos son inalienables"; "Las actividades en la Zona se realizarán... en beneficio de toda la humanidad, independientemente de la ubicación geográfica de los Estados, ya sean ribereños o sin litoral, y prestando consideración especial a los intereses y necesidades de los Estados en desarrollo" y se asegura "la distribución equitativa de los beneficios financieros y otros beneficios económicos derivados de las actividades en la Zona mediante un mecanismo apropiado, sobre una base no discriminatoria". También "en beneficio de toda la humanidad" son calificados los espacios extra-atmosféricos del art. 1 del Tratado respectivo del 27.1.1967, que impone su "utilización para el bien y en el interés de todos los países, cualquiera que sea el estadio de su desarrollo económico o científico".
(9) LOCKE, J., "Second Treatise of Government" (1690), tr. esp. de Carlos Mellizo, "Segundo tratado sobre el gobierno civil", Alianza editorial, Madrid, 1990, cap.V, § 36, p. 63. Poco antes: "Toda porción de tierra que un hombre labre, plante, mejore, cultive y haga que produzca frutos para su uso, será propiedad suya. Es como si, como resultado de su trabajo, este hombre pusiera cercas a esa tierra, apartándola de los terrenos comunales ... Aquel que sometió, labró y sembró una parcela de tierra, añadió a ella algo que era de su propiedad y a lo que ningún otro tenía derecho ni podía arrebatar sin cometer injuria" (ivi, § 32, p.60).
(10) Ivi, § 36, p.62. "Las posesiones que podría apropiarse", prosigue Locke, no producirían "perjuicio a su vecino" (ibídem). También porque "aquel que, mediante su propio esfuerzo, se apropia de una parcela de tierra no sólo no disminuye la propiedad común de la humanidad, sino que la acrecienta; pues los frutos en beneficio de la vida humana que son producidos por un acre de tierra cultivada resultan ser -sin exageración- diez veces más que los producidos por un acre de tierra igualmente fértil que no es aprovechado y continúa siendo terreno comunal ... Mas si digo que la productividad de la tierra cultivada es diez veces mayor que la de la no cultivada, la verdad es que estoy calculando muy por lo bajo ... habría que preguntarse si de verdad en las tierras salvajes de América que no han sido cultivadas y permanecen en su estado natural, sin ninguna mejora, labranza o cultivo, mil acres producen los mismos bienes utilizables para la vida, que los que producen diez acres de tierra igualmente fértil en el condado de Devonshire donde han sido cultivados" (ivi, § 37, p.64-65).
(11) LOCKE, J., op. cit., cap. IX, 121, p. 339.
(12) de TOCQUEVILLE, A., "Mémoires sur le paupérisme" (1838), en "Oeuvres complètes", Gallimard, Paris 1989, t. XVI, Mélanges.
(13) HOLMES, S. e SUNSTEIN, C. R., "Il costo dei diritti.
Perché la libertà dipende dalle tasse", Il Mulino, Bologna 2000.
(14) SEN, A., "Resources, Values and Development" (1984), tr. it., "Risorse, valori, sviluppo", Bollati Boringhieri, Torino 1982, cap. V, ps.122-141; íd., "On Ethics and Economics", (1987), tr. it., "Etica ed economia", Laterza, Roma-Bari 2001; íd., Development as Feedom (1999), tr. it., "Lo sviluppo è libertà".
Perché non c'è crescita senza democrazia", Mondadori, Milano, 2000.
(15) FOUCAULT, M., "Corso" cit., ps. 200 e 221.
(16) Es el título del ensayo de SERRES, M., "Le contrat naturel", (1990), tr.it., "Il contratto naturale", Feltrinelli, Milano 1991.
(17) HOBBES, T., "Leviathan", tr. it., Leviatano, con texto en inglés de 1651 en frente, a cargo de R. Santi, Bompiani, Milano 2001, cap.XIII, 1, p. 203.
(18) La referencia es a KANT, I., "Se il genere umano sia in costante progresso verso il meglio" (1798), en "Scritti politici e di filosofia della storia e del diritto", tr. it. de G. Solari, Utet, Torino 1965, §§ 6 e 7, ps. 218-226; íd., "Sopra il detto comune: 'Questo può essere giusto in teoria ma non vale nella pratica'", (1793), ivi, III, ps. 273-281.
(19) BOBBIO, N., "Dalla priorità dei doveri alla priorità dei diritti" (1989), ahora en íd., "Teoria generale della politica", a cargo de Michelangelo Bovero, Einaudi, Torino 1999, ps. 439-440.

Para darle verdad a la democracia


Por Roberto Gargarella

Cuando se verifica el déficit de calidad de la democracia en América latina, conviene recordar cómo resolvió la Corte Constitucional colombiana los resultados de una cuestionable votación en el Congreso.

Resulta claro que ningún miembro de la comunidad puede, sensatamente, exigir que las instituciones y prácticas políticas existentes en su entorno encajen de modo perfecto con sus propios y exigentes ideales sobre lo que una democracia "debe ser".

Por lo demás, el debate en torno al significado de la idea de democracia es demasiado engorroso como para ponerse exigentes en la materia: en definitiva, nadie está en condiciones de proclamar de modo inequívoco cuál es el significado "verdadero" del concepto de democracia.

Esta actitud de timidez conceptual —este bajo nivel de exigencia frente a la calidad de la vida política comunitaria— no debe confundirse con una actitud de indiferencia, con un "todo vale" en materia de producción democrática. Por el contrario, hay estándares mínimos que todos podemos esperar de cualquier decisión que pretenda alcanzar la dignidad de ser llamada decisión democrática.

Para pensar mejor sobre los alcances de la cuestión, puede ser interesante recurrir a un ejemplo significativo, sencillo y cercano a la vez. Hace poco más de un año, el máximo Tribunal de justicia colombiano —la hasta hoy notable e internacionalmente respetadísima Corte Constitucional colombiana— debió analizar la validez del "estatuto antiterrorista" impulsado por el presidente Uribe. Cabe señalar que la aprobación de dicho estatuto revestía una importancia capital para el Ejecutivo, teniendo en cuenta el lugar que dicho proyecto ocupaba entre las promesas electorales del presidente, y la centralidad del tema de la violencia terrorista en el vecino país.

El "estatuto", sin embargo, había sido aprobado en el Congreso a través de un procedi miento poco transparente. Entre las cuestiones que la Corte tuvo la oportunidad de examinar, destacó el siguiente hecho: una minoría de representantes que había manifestado, en principio, su decisión de votar en contra del proyecto del Ejecutivo, había terminado, extrañamente, cambiando de opinión para respaldar los deseos del presidente. De ese modo, y gracias a este súbito, inexplicado y aparentemente injustificado cambio en la postura de algunos congresistas, el gobierno había conseguido los votos que necesitaba para convertir a su iniciativa en ley. Muchos —y sin dudas, una mayoría de los miembros de la comunidad jurídica argentina— le asignarían a esa ley impecables credenciales democráticas.

Sin embargo, en una decisión extraordinaria, impensable hoy en una mayoría de países, la Corte colombiana sostuvo que si bien no objetaba "que un congresista modifique su posición" frente a un cierto tema, ella consideraba cuestionable "que el cambio de voto hubiera ocurrido sin que mediara ningún debate público del asunto". Dicho cambio, sostuvo la Corte, no había sido el resultado de "una deliberación de las cámaras", con lo cual se había desconocido "el principio de publicidad y la necesidad de que las decisiones de las cámaras sean fruto de un debate".

En otros términos, la decisión de la Corte colombiana vino a decirnos que no basta con conseguir una mayoría de votos para que una decisión se haga acreedora de dignidad democrática —acreedora, en otros términos, de validez constitucional. Es interesante notar que esta fantástica decisión no provino de Suiza o de Noruega, países ricos y ejemplares en el puntilloso respeto de la pureza democrática de sus instituciones.

Dicha decisión, que demolió de un golpe el castillo de naipes celosamente levantado por el presidente colombiano, surgió de un tribunal ubicado en un país tan pobre e institucionalmente deficiente como el nuestro.

En definitiva, en un país con pocos recursos, cercado por la violencia, acosado por el terrorismo y el narcotráfico, la Justicia se supo poner de pie para decir que democracia no es cualquier cosa surgida de la aprobación de la mitad más uno. Cabría agregar, en dicho sentido, que no basta con levantar muchas manos para darle legitimidad constitucional a una ley; que en democracia es necesario conocer las razones que justifican las decisiones que se quieren tomar; que hay un problema cuando los diputados votan sin saber el contenido de lo que votan; que ese problema es serio si un representante cambia de opinión (como obviamente puede hacerlo) sin decirle a la ciudadanía, con una mano en el corazón, por qué lo hizo; que es contrario a derecho "abrir un debate" cuando ya se tiene firmado el proyecto que se quiere aprobar; que comenzar una deliberación diciendo que no se va a "cambiar ni una coma" del proyecto que se presenta constituye un modo poco auspicioso —y agregaría, jurídicamente inválido— de comenzar esa deliberación; que discutir implica estar abierto a aprender de aquel con quien discutimos; que una democracia constitucional no debe tolerar nunca el abuso de la fuerza, así se trate, por supuesto, de la fuerza abrumadora, estrepitosa, aplastante de los números.

Valga decir, como conclusión, que a la decisión judicial aquí examinada no se la recuerda hoy como la irrespetuosa afrenta a la voluntad genuina de un pueblo. Por el contrario, ella es vista como un paso modesto pero audaz en la construcción de un sistema político más decente —un pequeño hito en la heroica, imprescindible tarea de devolverle verdad a la democracia.

10.8.06

Etica y disciplina partidaria













Por Nélida Baigorria

La política, como la ciencia y el arte de gobernar, es una disciplina humanística cuyo estudio convoca a quienes desean indagar sus fases teoréticas, pero sin el objetivo de llevarlas a la praxis. Sin embargo, la política es, para muchos, una vocación, un llamamiento o una inspiración que impulsa a actuar para poder intervenir en los asuntos públicos, sea con su opinión, su voto o su gestión ejecutiva en los poderes del Estado.


La vocación política no se revela, habitualmente, en la niñez. Se descubre en los años dorados de la primera juventud, cuando el amor se cree eterno, el horizonte siempre luminoso y la vida un camino a perpetuidad. Esa vocación, en democracia, conduce a la afiliación a un partido político, donde se hallará el escenario para la militancia y el ascenso progresivo hacia cargos de conducción. Su peculiaridad consiste en que se trata de una vocación pasional, con tal arraigo en lo profundo del ser que se la lleva consigo hasta el instante final.

Recuerdos de viejos tiempos vividos en las aulas se activan para traer a la luz de la conciencia aquellas metáforas kantianas con las que se definía la emoción como un río que desborda, arrasa y luego con mansedumbre vuelve a su cauce, mientras que la pasión era, en cambio, el río subterráneo y silente que va cavando con sigilo su propio lecho y no tiene retorno porque se instala en el espíritu para siempre. La política, que nutre las ideas valiosas con una fuerte pasión que las dinamiza es, en definitiva, la única acción humana susceptible de trabajar sobre la realidad para transformarla en la herramienta forjadora del bien común.

Este prolegómeno conduce a un objetivo: ¿qué motor interior mueve a elegir tal o cual partido político para concretar una afiliación de origen legítimo antes que una devolución de favores a un caudillo erigido en el pater familias de determinada sigla partidaria? La respuesta es sólo una: comunes concepciones filosóficas acerca de valores perennes, como la libertad, la igualdad, la justicia, la solidaridad, la fraternidad humana y, en el orden político, el Estado de Derecho, dentro del régimen republicano.

El ideario democrático diferirá en forma abismal del totalitario. En este último caso, la afiliación será compulsiva; en el primero, el acto voluntario de adherir a un partido político supone una adscripción a la profesión de fe doctrinaria y a sus bases de acción política, batería ideológica que involucra principios no negociables, porque constituyen el basamento ético de su esencia filosófico-política.

¿Qué debe entenderse, entonces, por disciplina partidaria, si no la observancia plena de los postulados básicos que definen la identidad del partido que el ciudadano escogió para afiliarse y luchar por su triunfo en las justas electorales? ¿Cómo funcionan los tribunales de conducta cuando se vulneran las líneas directrices de la doctrina partidaria?

El espectáculo que hoy ofrece la República refleja hasta qué extremo se ha degradado el valor de las convicciones y cómo el ámbito político fue invadido, en no pocos casos, por oportunistas que, sin vocación alguna y muy tardíamente, descubren que el ingreso en el mundo de la política puede brindarles el ascenso estelar que en otros terrenos les niega la vida, como la fascinación de la alfombra roja o el deslumbramiento por ciertas fatuidades que también son privativas del poder.

El pasaje sin escrúpulos ideológicos a un signo político antagónico, la constitución de alianzas que escapan a la comprensión más endeble sin que exista razón posible que las justifique, los alineamientos insólitos en los recintos parlamentarios y los realineamientos posteriores, de acuerdo con voces de mando extra-Congreso, la ausencia de lealtad al propio pensamiento y a la doctrina condensada en la plataforma electoral que se juró respetar, todo esto, por su gravedad, debería ser repertorio de trabajo diario en los despachos de los tribunales de conducta de los partidos. Eso contribuiría a rescatar, en algo, la legitimidad del quehacer político, al sancionar con ejemplar dureza las versatilidades, por conveniencias personales, de los logreros de la política.

Sin embargo, la impunidad parece ser la norma, porque sólo esporádicamente se notifica a la opinión pública de fallos que penen defecciones incalificables. Esta actitud de los tribunales de conducta induce a pensar que el acatamiento a la disciplina partidaria se impone sólo en los debates parlamentarios, cuando se trasgreden principios que la ciudadanía votó y cuya defensa, en cambio, lleva a la aplicación de sanciones disciplinarias a quienes tuvieron la fuerza moral de resistir.

Si, como se ha señalado, la política es una ideología dinamizada por la pasión hacia el gran ideal del bien común, los límites de la disciplina partidaria se ubican en el estricto cumplimiento de la profesión de fe doctrinaria y de la plataforma electoral que es su expresión concreta. En la cultura occidental, Aristóteles enseñó, hace 2300 años, que la política es inescindible de la ética. Por tal razón, cuando los intereses derrotan el universo de los valores, el quehacer político entra en los atajos del pragmatismo (tan exaltado como instrumento de la modernidad que exigen los tiempos por aquellos para quienes la conducta es una línea oblicua).

Hace más de medio siglo, un brillante diputado del legendario “bloque de los 44”, Luis Dellepiane, sentenció: “En un instante en que los hombres yacen seducidos por la corrupción no puede ofrecérseles escapatoria; cuando la estrategia y la táctica aparecen, ya se inicia la claudicación de la conducta, y con el pretexto de que los fines justifican los medios se termina por confundir los medios con los fines, quedando subsistente el aspecto inmoral como consecuencia de la acción frustrada”.

Esta sentencia de Luis Dellepiane está vigente en este nuevo instante de nuestro país; se han olvidado normas esenciales en el juego de la democracia, se está demoliendo la arquitectura jurídica de la República, y los posicionamientos políticos, antes que a convicciones ideológicas, acuden a acertijos a fin de que una predicción les permita intuir qué divisa se llevará el poder y cómo sellar alianzas para no quedar excluidos. En el siglo XXI, las encuestas reemplazan a Casandra.

La estrategia y la táctica, también ahora, han desplazado la conducta a la cual los “sagaces pragmáticos” denominan “principismo estéril”. La disciplina partidaria involucra, para el afiliado, sólo un compromiso ético: acatar las resoluciones que se ciñan a los principios consignados en la doctrina y, cuando se tienen representaciones legislativas, que el voto surja de un acuerdo entre la recta razón y la conciencia moral; éstos son pues, sus límites infranqueables.

El país ha sufrido dolorosísimas fracturas en virtud de esas “coaliciones pragmáticas” que sólo buscaron poder, creyendo, cada sector, que luego le sería factible prevalecer sobre los otros. La compatibilización entre fuerzas de signo contrario en el ejercicio del gobierno supone una empresa imposible, porque es un conocimiento de aritmética elemental el que las unidades heterogéneas jamás podrán sumarse. Nunca sumar pesos más kilos ni litros más metros, enseñan las buenas maestras de los primeros grados.

Es aleccionador exhumar, una vez más, de la memoria colectiva, el recuerdo de dos coaliciones que fueron nefastas para la República, ambas se dieron en la segunda mitad del siglo XX: el Frejuli y la Alianza, cuyos fracasos conmovieron las bases mismas de nuestra estructura institucional. Para ejemplificar sus efectos y el porqué de su desintegración bastaría observar las ubicaciones políticas que hoy exhiben algunos de quienes hasta ayer compartían el poder.

La reclamada reforma política será sólo un placebo si los responsables de su legislación, envueltos en un medio que ha perdido el valor ético como fundamento de la acción política, no comprenden que, del gran rescate moral que debe hacer el país, la prioridad indelegable es el retorno a la virtud republicana y, con ella, a todos los atributos que le son inherentes, legado histórico del gran Mariano Moreno con el primer aliento de la patria

Las elecciones de 2007 nos aguardan, son ya mañana; si los argentinos, sin atender las lecciones del pasado, seguimos girando en los mismos círculos concéntricos –en los que estamos apresados desde hace seis décadas– y volvemos a los contubernios para dirimir nuestro futuro como país, un día tristísimo, frente a los escombros de nuestras instituciones, estaremos condenados a repetir las patéticas palabras de Brutus, ardiente defensor de la república romana, cuando, derrotado por Octavio y Antonio, se quita la vida con su propia espada diciendo: “Virtud, no eres más que un nombre”.

La autora fue diputada nacional (UCR) y presidenta de la Comisión Nacional de Alfabetización.