Por EDUARDO JORGE PRATS. (República Dominicana)
Uno de los signos más ominosos de los nuevos tiempos que vivimos es que el Estado ha adoptado el discurso y los medios de la guerra, otrora restringidos al campo de las relaciones interestatales, al ámbito interno de las naciones. La tendencia inició en Estados Unidos cuando Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en los 70 y se extendió a América Latina donde ya la tendencia había asomado y alcanzó su máxima expresión con la doctrina de la seguridad nacional de los regímenes burocrático-autoritarios que prevalecieron en la región desde temprano en los 60 hasta finales de los 80.
Cuando el Estado adopta con relación a los que habitan en su territorio los medios y el discurso de la guerra, lo que prevalece es la lógica del amigo/enemigo (Schmitt). Con dos datos fundamentales que tipifican al moderno Estado policial: el enemigo es difuso porque está disperso o cambia constantemente y ello obliga a una guerra indefinida, una guerra permanente. Cuando el enemigo es el guerrillero o el terrorista, el Estado olvida las leyes de la guerra y se involucra en una guerra sucia que conduce a y habilita el terrorismo de Estado. Si el enemigo es el delincuente, se eliminan las garantías del debido proceso y se generaliza el estado de excepción. Como bien expresa Raúl Zaffaroni, “así como la guerrilla habilitaba el terrorismo de estado y el consiguiente asesinato oficial, el delito habilitaría el crimen de Estado”.
Hoy las guerras interestatales se conducen con el discurso y los instrumentos de la acción policial y esta última se desarrolla a partir de la retórica y los medios de la guerra. Si la guerra fue en tiempos de Carl von Clausewitz la política por otros medios, hoy la política es la guerra por otros medios. Y la política criminal no escapa a esta característica medular del nuevo orden emergente: los operadores del sistema penal proyectan el poder punitivo del Estado como una guerra a los delincuentes. Esta guerra tiene sus estadísticas: número de enemigos (delincuentes) muertos, soldados (policías) caídos en el cumplimiento de su deber.
El discurso de la guerra contra la delincuencia obvia, sin embargo, un dato importante: quienes mueren pertenecen a los estratos más pobres y excluidos de la población. Incluyendo a los policías, que, después de las víctimas de los delitos, es el segmento poblacional que corre mayores riesgos de vida en el sistema penal. Quizás detrás de todo haya una lógica perversa de control social: que se maten los pobres y los excluidos entre ellos.
Esta ideología de la seguridad ciudadana a la cañona es una de las mayores amenazas al estado de derecho contemporáneo. Y ello así por varias razones: porque recorta las garantías constitucionales y generaliza el estado de emergencia constitucional; porque socava la independencia judicial y convierte al juez en un ejecutor de la política criminal trazada por el ejecutivo; porque potencia los miedos y los espacios paranoicos; porque aumenta la violencia e impide la resolución alternativa de los conflictos; porque criminaliza a los excluidos y evita resarcir a las víctimas; porque devalúa la dignidad humana; porque fomenta el autoritarismo al proyectar a los críticos de los abusos del poder como representantes de los delincuentes; porque aumenta la violencia y la exclusión social; y porque obstaculiza lograr la seguridad ciudadana sin desmedro de las libertades.
Ante esta situación, ¿qué hacer? O para interrogarnos en palabras de Luigi Ferrajoli, “¿cuáles son, más allá del derecho de resistencia, los remedios para las lesiones de los derechos fundamentales producidas por la criminalidad y la impunidad de los mismos estados que deberían garantizarlos? En otras palabras, ¿qué defensas tiene el ciudadano del Estado ‘delincuente’ en el caso de que sea inefectivo frente a él el derecho penal y el derecho procesal interno?”. En teoría, el derecho internacional de los derechos humanos debería bastar para domesticar el Estado delincuente y los “macropoderes salvajes”. El verdadero problema, sin embargo, es que precisamente la globalización del estado de excepción tras 11/9/01 ha vuelto inefectivo el derecho internacional al punto de su evanescencia y, por si fuera poco, la erosión progresiva del principio de soberanía dificulta una respuesta estatal a la cuestión.
Uno de los signos más ominosos de los nuevos tiempos que vivimos es que el Estado ha adoptado el discurso y los medios de la guerra, otrora restringidos al campo de las relaciones interestatales, al ámbito interno de las naciones. La tendencia inició en Estados Unidos cuando Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en los 70 y se extendió a América Latina donde ya la tendencia había asomado y alcanzó su máxima expresión con la doctrina de la seguridad nacional de los regímenes burocrático-autoritarios que prevalecieron en la región desde temprano en los 60 hasta finales de los 80.
Cuando el Estado adopta con relación a los que habitan en su territorio los medios y el discurso de la guerra, lo que prevalece es la lógica del amigo/enemigo (Schmitt). Con dos datos fundamentales que tipifican al moderno Estado policial: el enemigo es difuso porque está disperso o cambia constantemente y ello obliga a una guerra indefinida, una guerra permanente. Cuando el enemigo es el guerrillero o el terrorista, el Estado olvida las leyes de la guerra y se involucra en una guerra sucia que conduce a y habilita el terrorismo de Estado. Si el enemigo es el delincuente, se eliminan las garantías del debido proceso y se generaliza el estado de excepción. Como bien expresa Raúl Zaffaroni, “así como la guerrilla habilitaba el terrorismo de estado y el consiguiente asesinato oficial, el delito habilitaría el crimen de Estado”.
Hoy las guerras interestatales se conducen con el discurso y los instrumentos de la acción policial y esta última se desarrolla a partir de la retórica y los medios de la guerra. Si la guerra fue en tiempos de Carl von Clausewitz la política por otros medios, hoy la política es la guerra por otros medios. Y la política criminal no escapa a esta característica medular del nuevo orden emergente: los operadores del sistema penal proyectan el poder punitivo del Estado como una guerra a los delincuentes. Esta guerra tiene sus estadísticas: número de enemigos (delincuentes) muertos, soldados (policías) caídos en el cumplimiento de su deber.
El discurso de la guerra contra la delincuencia obvia, sin embargo, un dato importante: quienes mueren pertenecen a los estratos más pobres y excluidos de la población. Incluyendo a los policías, que, después de las víctimas de los delitos, es el segmento poblacional que corre mayores riesgos de vida en el sistema penal. Quizás detrás de todo haya una lógica perversa de control social: que se maten los pobres y los excluidos entre ellos.
Esta ideología de la seguridad ciudadana a la cañona es una de las mayores amenazas al estado de derecho contemporáneo. Y ello así por varias razones: porque recorta las garantías constitucionales y generaliza el estado de emergencia constitucional; porque socava la independencia judicial y convierte al juez en un ejecutor de la política criminal trazada por el ejecutivo; porque potencia los miedos y los espacios paranoicos; porque aumenta la violencia e impide la resolución alternativa de los conflictos; porque criminaliza a los excluidos y evita resarcir a las víctimas; porque devalúa la dignidad humana; porque fomenta el autoritarismo al proyectar a los críticos de los abusos del poder como representantes de los delincuentes; porque aumenta la violencia y la exclusión social; y porque obstaculiza lograr la seguridad ciudadana sin desmedro de las libertades.
Ante esta situación, ¿qué hacer? O para interrogarnos en palabras de Luigi Ferrajoli, “¿cuáles son, más allá del derecho de resistencia, los remedios para las lesiones de los derechos fundamentales producidas por la criminalidad y la impunidad de los mismos estados que deberían garantizarlos? En otras palabras, ¿qué defensas tiene el ciudadano del Estado ‘delincuente’ en el caso de que sea inefectivo frente a él el derecho penal y el derecho procesal interno?”. En teoría, el derecho internacional de los derechos humanos debería bastar para domesticar el Estado delincuente y los “macropoderes salvajes”. El verdadero problema, sin embargo, es que precisamente la globalización del estado de excepción tras 11/9/01 ha vuelto inefectivo el derecho internacional al punto de su evanescencia y, por si fuera poco, la erosión progresiva del principio de soberanía dificulta una respuesta estatal a la cuestión.
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