La desaparición de Roberto Fontanarrosa, joven todavía y en la plenitud de su talento, replantea el tema de la relación entre narrativa y teatro. Cantidad de espectáculos teatrales han venido sirviéndose desde hace años de sus textos, por cierto admirables: en mi opinión, él es uno de los mayores escritores argentinos contemporáneos, el Fray Mocho de nuestro tiempo. De aquel ilustre antecesor (que se llamaba, recordemos, José S. Alvarez, y fue el fundador de la revista Caras y Caretas ) tenía Fontanarrosa la aguda observación de la vida cotidiana, sobre todo en la calle, manantial inagotable de diálogos y, a menudo, también de conductas que rozan lo inverosímil. Cabe preguntarse: ¿lo inverosímil a partir de qué modelo supuestamente racional? Porque justamente lo que captó el formidable creador de Inodoro Pereyra (y su perro sabio, Mendieta) y Boogie el Aceitoso , es que una parte considerable de la vida del argentino promedio se va en fantasías grandiosas, en alardes imaginativos de un barroquismo que desafía al realismo mágico de los escritores caribeños. Tal vez porque, como lo dijo amargamente, tiempo atrás, el pensador Mario Bunge en este diario, "la mayoría de los argentinos viven vidas mediocres". El aserto se presta a la polémica, pero no puede dejar de señalarse la coincidencia de tres grandes escritores en la observación de ese rasgo nacional. También Manuel Puig y Silvina Ocampo proponen, como Fontanarrosa -cada uno con su estilo propio-, una excursión a los paraísos imaginarios que intentarían compensar las carencias de la monótona rutina cotidiana. Acaso esa rutina no sea privativa de los argentinos: basta ver las andanzas de los Simpson para advertir que el problema es universal. Los párrafos precedentes procuran plantear mejor el tema de esta nota, que podría resumirse en una pregunta: ¿por qué las narraciones y las historietas de Fontanarrosa se trasladan sin mayores tropiezos al escenario y hasta no pocas veces parecen destinadas expresamente a él? No hay una sola respuesta, y la que sigue es tan sólo una opinión personal. Ante todo, creo que el "Negro" tenía un oído privilegiado para el habla cotidiana (no me gusta eso de "habla popular"; crea una falsa dicotomía social que no existe en la realidad), captaba hasta los matices más sutiles que expresan, tal vez sin que el mismo hablante se dé cuenta, la potencia del anhelo por encima del desencanto, el ansia de felicidad que se opone a la impotencia, y el sueño de la riqueza material sin límites. Luego, sabía describir esa "otra" realidad onírica con la fuerza de la visión fantasmal, cualidad que tan sólo poseen los grandes artistas, ya se trate de escritores, pintores o actores, y que tal vez nadie ha expresado mejor que Salvador Dalí cuando en su autobiografía explica (o intenta explicar) esa suerte de operación mágica mediante la cual una imagen evocada adquiere una corporeidad diríamos que palpable.
Fontanarrosa, autodidacto, aplicaba a esa magia una vastedad de lecturas realmente asombrosa, una cultura plástica igualmente riquísima y un sentido del humor que tan sólo se define como prodigioso. Esos mismos materiales, llevados al escenario, se incorporan fácilmente a él, se encarnan sin rechinamientos: en el caso de Inodoro y Boogie, por ejemplo, el trazo dibujado se transforma en personaje de carne y hueso porque la carnalidad ya está presente en la imagen. Y la palabra fluye en escena con la misma fluidez con que lo hace en el globito correspondiente, por la simple razón de que en esa palabra hay verdad: de arte y de vida, fundidas en una sola. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con los textos de La mesa de los galanes o El mundo ha vivido equivocado . Es tan agudo el diálogo; han sido tan hábilmente seleccionadas las palabras (pura intuición, estoy seguro) y transportadas a la página sin perder la frescura original, que cada espectador reconoce ese idioma, que es el suyo, en el cual se reconoce también a sí mismo. Solamente los grandes artistas tienen el don de expresar así a su pueblo y, al hacerlo, como quería Tolstoi, expresan al mundo entero. Claro que, para lograrlo, hay que ser Tolstoi... o Fontanarrosa.
Fontanarrosa, autodidacto, aplicaba a esa magia una vastedad de lecturas realmente asombrosa, una cultura plástica igualmente riquísima y un sentido del humor que tan sólo se define como prodigioso. Esos mismos materiales, llevados al escenario, se incorporan fácilmente a él, se encarnan sin rechinamientos: en el caso de Inodoro y Boogie, por ejemplo, el trazo dibujado se transforma en personaje de carne y hueso porque la carnalidad ya está presente en la imagen. Y la palabra fluye en escena con la misma fluidez con que lo hace en el globito correspondiente, por la simple razón de que en esa palabra hay verdad: de arte y de vida, fundidas en una sola. Lo mismo ocurre, por ejemplo, con los textos de La mesa de los galanes o El mundo ha vivido equivocado . Es tan agudo el diálogo; han sido tan hábilmente seleccionadas las palabras (pura intuición, estoy seguro) y transportadas a la página sin perder la frescura original, que cada espectador reconoce ese idioma, que es el suyo, en el cual se reconoce también a sí mismo. Solamente los grandes artistas tienen el don de expresar así a su pueblo y, al hacerlo, como quería Tolstoi, expresan al mundo entero. Claro que, para lograrlo, hay que ser Tolstoi... o Fontanarrosa.
Ernesto Schoo.
(c) La Nación.