2.7.07

Los derechos humanos y la televisión pública

Por Roberto Gargarella *

Desde su reciente consagración electoral, el nuevo jefe de la ciudad designado ha dejado caer algunas consideraciones bastante notables, muy ilustrativas sobre el lugar fuertemente ideológico desde el que –a pesar de sus intenciones manifiestas– ha decidido hablar. Aquí quisiera ocuparme de dos de esas expresiones. La primera implicó una definición de principios, y la segunda se refirió a una propuesta concreta de política pública. Habían pasado minutos de su consagración electoral, y ante la lógica expectativa existente por conocer sus primeras reacciones en la victoria, el jefe de la ciudad electo pronunció una cuidadosa y preparada frase. Sostuvo entonces que “el siglo XX fue de los derechos humanos, el siglo XXI debe ser de las obligaciones ciudadanas”, a continuación de lo cual agregó: “No más perseguir fantasmas del pasado, no más resentimiento. ¡Queremos construir para adelante!” ¿Cómo? –hubiera querido preguntarle alguno–. ¿Querrá decir el siglo de las violaciones de los derechos humanos? ¿El siglo del nazismo, del fascismo, de las dictaduras latinoamericanas? ¿Querrá decir que éste, por tanto, seráel siglo destinado a reparar todo aquello ocurrido en las décadas anteriores? ¿Querrá decir que éste será el siglo en el que nos dedicaremos a cumplir, finalmente, con las exigencias constitucionales vigentes, para asegurarle a cada uno todo aquello que no se le aseguró hasta ahora (alimento, techo, cuidado)? ¿El siglo en el que nos pondremos manos a la obra, para acabar con las desigualdades generadas y mantenidas por la violencia en el siglo pasado? Es curioso, pero sospecho que desde el bunker del jefe de la ciudad electo, comentarios como éste se podrán ver como tendenciosos, mientras que las afirmaciones agresivamente ideológicas del líder electo serán consideradas como propuestas destinadas a “superar” la discusión ideológica.

La propuesta de política pública sobre la que quería pensar, mientras tanto, tiene que ver con la sugerencia de cerrar el canal Ciudad Abierta, con el fin de gastar menos y evitar, al mismo tiempo, que los “amigos de los que están en el poder se diviertan haciendo televisión”. Siendo ésta una de las primeras propuestas hechas por el mandatario electo, finalizado el sufragio, ella queda revestida inmediatamente –como la declaración anterior– de una significación especial. ¿Por qué elegir este tema en lugar de otros, y por qué luego decir lo dicho? La selección efectuada resulta, otra vez, menos desafortunada que irritante. En un momento en el que nos vemos acosados por una programación televisiva bruta –como suele serlo cuando su principio organizador es exclusivamente el del dinero– las declaraciones del nuevo jefe de Gobierno alarman. Ello, sobre todo, por el modo en que esas manifestaciones expresan e insisten sobre un tópico –uno no quisiera decirlo– tan de derecha. La idea es que la “intervención” del Estado –por ejemplo en materia de comunicación pública– irrumpe sobre un estado de cosas más o menos “natural” y más o menos irreprochable, que no debe ser distorsionado por un Estado que sólo puede interferir para ubicar a sus amigos en lugares de poder. Contra dicha idea, debe decirse que, dado que la televisión representa un aspecto central de la comunicación pública moderna, ella queda sujeta al escrutinio constitucional –como la apertura, o no, de nuevas escuelas públicas o privadas; como el funcionamiento de los medios de transporte; como la accesibilidad de los hospitales–. La pregunta relevante, entonces, en todas las áreas señaladas, es si el estado de cosas reinante contribuye a dejar satisfecho el “piso” de las exigencias constitucionales. Constituiría una afrenta constitucional, entonces, que el entramado de escuelas privadas existentes no permitiera, en los hechos, el acceso a la educación de los sectores más pobres; o que un sistema de transportes mayormente “privado” dejara de pasar sistemáticamente por ciertos sectores de la ciudad. La creación de nuevas escuelas, hospitales o líneas de transporte, entonces, no puede ser evaluada desde el punto de vista del “gasto,” sino desde las obligaciones constitucionales existentes. La pregunta relevante, entonces, no es “cuánto estamos gastando” sino si en los hechos están satisfechas o no las necesidades –educativas, sanitarias– de la población. De modo similar, en materia de comunicación pública, la primera pregunta debe ser si está satisfecha o no la obligación constitucional de asegurarle “voz” a cada uno, y de facilitarnos a todos un acceso a discusiones públicas sobre cuestiones de interés común. En tal sentido, la libertad de expresión tiene a la no censura como condición necesaria pero no suficiente: la libertad de expresión se ve agraviada con la censura, pero también con la ausencia sistemática de voces o de discusión pública. Si la televisión actualmente existente de ningún modo satisficiera dichas necesidades (lo cual no es lo mismo que decir que ella debe dirigirse exclusivamente a dicho objetivo), entonces ella fallaría en su responsabilidad principal –como fallaría un sistema de escuelas exclusivamente privadas, en donde no se enseñara a leer y escribir; un sistema de transporte en donde los transportistas se negaran sistemáticamente a subir a ciertos pasajeros; o un sistema de salud que dejara sin atención a los enfermos de sida–. En materia de educación, de transporte, de salud, de comunicación, la obligación del Estado es la de asegurar que queden siempre satisfechos ciertos derechos básicos para todos, y que los servicios se administren de forma no discriminatoria. Por ello, la elección de preguntas y respuestas efectuada por el nuevo jefe de Gobierno resulta tan inapropiada: en el siglo de las obligaciones, habría sido interesante verlo de inmediato preocupado por cumplir con las suyas.

* Abogado y Sociólogo. Publicado en PÁGINA/12 - 2 de Julio de 2007.

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