1.7.06

Una enorme oportunidad perdida, por Raúl Alfonsín


Eran otros tiempos los que vivía la República cuando asumía la presidencia de la Nación el doctor Arturo Illia. El país estaba en una espesa bruma, en un estado de derrota, a veces daba la imagen de una división casi esquizofrénica entre los hechos y las palabras; no encontraba el rumbo, prisionero el pueblo de una desorientación que le impedía encontrar el camino que lo sacara de la decadencia y de los enfrentamientos, y lo llevara decididamente hacia el crecimiento con equidad y paz. Tiempos duros y difíciles, por eso no alcanzó un gobierno extraordinario como el de don Arturo Illia para consolidar la democracia.

Los argentinos habíamos perdido la confianza, la solidaridad, y éramos como autómatas encastillados en nuestras individualidades, dispuestos a imponer nuestras ideas, no a discutirlas. En este estado de situación, la convocatoria del doctor Illia no fue escuchada por todos.

“Tanto daño puede causar el abuso del poder por el gobierno, como el abuso del derecho por los ciudadanos”, advertía el presidente. Nadie ignora que el gobierno no abusó un ápice de su poder. Lamentablemente, fueron los ciudadanos los que abusaron de sus derechos, respetados como nunca antes.

Pienso que el período de gobierno de don Arturo Illia transcurrió en un momento en el que aún tenía plena vigencia la cultura autoritaria y antidemocrática que se había venido sedimentando en la población desde los años ’30.

Es cierto que el derrocamiento de Illia tuvo todos los ingredientes clásicos de los golpes de Estado en cualquier parte del mundo: actividad conspirativa en los cuarteles, connivencia civil, respaldo de grupos económicos, contexto internacional favorable, etcétera. Pero también es cierto que contó con un sustrato cultural que desde distintos ángulos alimentaba actitudes de desprecio hacia la democracia y que condicionó en gran medida el comportamiento de la población.

El peronismo, sin duda, desempeñó un papel importante en este proceso, empezado por la línea de acciones claramente desestabilizadoras que adoptó desde el comienzo su componente sindical, y culminando con el apoyo brindado por el gremialismo peronista al golpe del 28 de junio de 1966. A esto debe agregarse la acción obstruccionista desarrollada por el PJ en el Congreso y que colocó a la minoritaria representación radical en una situación terriblemente difícil.

Aún se mantenía viva en la conciencia política peronista la posición de ruptura con el orden –demoliberal– del que Illia era un claro exponente. Desde este enfoque, la perspectiva de un golpe que pusiera fin a un orden semejante no causaba aprehensión ni estimulaba movilizaciones populares en defensa del sistema. Por el contrario, se diría que hasta resultaba apetecible. En la izquierda y sus aledaños, entre tanto, estaba de moda la revolución cubana, que en aquellos años alcanzaba su punto de mayor prestigio e influencia sobre vastos estratos estudiantiles y de la juventud en general.

Este fenómeno nutrió entre nosotros una cultura de desprecio por lo que se solía llamar, con un facilismo extremo, “democracia burguesa”. Los sectores sometidos a esta influencia daban la bienvenida a cualquier circunstancia o proceso que sirviera para “agudizar las contradicciones”, lo que para ellos terminaba también por arrojar una luz macabramente positiva sobre los golpes de Estado, uno de los cuales finalmente se produjo aquel fatídico 28 de junio de 1966, antecedente para lo que luego sería para el país el período más sangriento del siglo.

La Argentina se perdió así la enorme oportunidad de crecer de la mano de un gobierno que en el poco tiempo que estuvo en el poder puso en práctica una impecable política económica con cifras de crecimiento impensadas poco antes y con la puesta en práctica de la verdadera democracia social.

Dr. Raúl Ricardo Alfonsín

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