5.9.06

La Fe en la Libertad


Por Juan Manuel Casella.

Lo conocí en Olmos, de la mano de mi padre (Juan Manuel Casella Piñero, era periodista y diputado nacional por la UCRP), cuando Perón lo metió preso sin advertir que lo ayudaba a convertirse en un símbolo. Lo escuché en mil tribunas y me conmoví -como tantos- al oír esa voz profunda, casi cavernosa, que manejaba con maestría haciendo que la modulación acompañase el concepto y acentuase el impacto emotivo de su convocatoria.

Me sentí protegido por su lucha libertaria frente a cualquier dictadura de las tantas que asolaron la patria después del 30. Me di cuenta que estaba frente a un hombre entregado a una causa a la que siempre -aún en sus momentos estelares- creyó más importante que su propia persona y su carrera política.

Vi que le dedicaba a la UCR la totalidad de sus esfuerzos y sus pensamientos, no por espíritu faccioso, sino porque estaba convencido de que su partido era un instrumento adecuado para reconstruir la democracia después de cada caída, por dura que fuese. La fe en el poder regenerativo de la libertad fue el argumento esencial de su mensaje.

Me sentí orgulloso por su honestidad, que ni el más feroz de sus adversarios puso jamás en duda. No solo fue desprecio por el dinero y por las prebendas del poder. Era esa honradez de fondo que no promete en vano, no busca seducir, no incurre en demagogia ni se somete a modas ideológicas. Por eso, todo el mundo le creyó, aún aquellos que no compartían sus ideas. Esa confiabilidad le permitió cambiar cuando pensó que el interés nacional exigía ese cambio. Cuando saltó la pared para entrar en Gaspar Campos o cuando -frente a todo el país, una mañana que quedó entre las más conmovedoras de la historia argentina- se convirtió en el viejo adversario que despedía a un amigo.

Le agradezco que me haya ayudado a pelear por mis convicciones. El, que era un adversario muy duro en la interna, tuvo la grandeza de tolerar a los muchachos que resolvimos enfrentarlo a comienzos de los 70 porque creíamos que representaba el pasado. Estoy seguro que más allá del enojo que provocaba nuestro argumento, advirtió que ese combate interno tenía el sentido de impulsar una renovación imprescindible.

Admiro la profunda eticidad que mostró su conducta y el sentido nacional de su prédica. Por supuesto que cometió errores, pero nunca en materia de principios. Siempre se sintió argentino y expresó una concepción popular de clara raíz yrigoyeniana. Esa identificación con lo nacional lo alejó de cualquier sutileza intelectualizada. Por eso, cuando lo acusaban de ‘guitarrero’, no creía que estuviesen hablando mal de él.

Cuando murió, algunos que lo quisieron poco lo presentaron como un tibio moderador, casi incoloro. Tal vez ese haya sido el último intento de los reaccionarios por vaciar de contenido una personalidad tan perfilada, tan definida, tan cierta. Balbín nunca fue un moderado, sino un inclaudicable defensor de los derechos populares y un tenaz conductor de la UCR. En cualquier época y frente a las más diversas circunstancias, exhibió una conducta cívica impecable y una autenticidad moral de reconfortante solidez y coherencia.

Hoy lo recordamos con toda justicia. Pero el más grande de los homenajes ya se lo brindó el pueblo. Algunos dijeron que fue el dirigente político más derrotado del país, porque perdió cuatro elecciones. Pero cuando lo llevaron al cementerio, miles de hombre y mujeres, despidiéndolo a la vera del largo camino, demostraron hasta que punto habían comprendido su mensaje y cada clavel rojo o blanco arrojado a su paso, cada pañuelo que se agitaba, estaba diciendo de qué rotunda manera el viejo jefe había ganado la última batalla.

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