15.8.06

Para darle verdad a la democracia


Por Roberto Gargarella

Cuando se verifica el déficit de calidad de la democracia en América latina, conviene recordar cómo resolvió la Corte Constitucional colombiana los resultados de una cuestionable votación en el Congreso.

Resulta claro que ningún miembro de la comunidad puede, sensatamente, exigir que las instituciones y prácticas políticas existentes en su entorno encajen de modo perfecto con sus propios y exigentes ideales sobre lo que una democracia "debe ser".

Por lo demás, el debate en torno al significado de la idea de democracia es demasiado engorroso como para ponerse exigentes en la materia: en definitiva, nadie está en condiciones de proclamar de modo inequívoco cuál es el significado "verdadero" del concepto de democracia.

Esta actitud de timidez conceptual —este bajo nivel de exigencia frente a la calidad de la vida política comunitaria— no debe confundirse con una actitud de indiferencia, con un "todo vale" en materia de producción democrática. Por el contrario, hay estándares mínimos que todos podemos esperar de cualquier decisión que pretenda alcanzar la dignidad de ser llamada decisión democrática.

Para pensar mejor sobre los alcances de la cuestión, puede ser interesante recurrir a un ejemplo significativo, sencillo y cercano a la vez. Hace poco más de un año, el máximo Tribunal de justicia colombiano —la hasta hoy notable e internacionalmente respetadísima Corte Constitucional colombiana— debió analizar la validez del "estatuto antiterrorista" impulsado por el presidente Uribe. Cabe señalar que la aprobación de dicho estatuto revestía una importancia capital para el Ejecutivo, teniendo en cuenta el lugar que dicho proyecto ocupaba entre las promesas electorales del presidente, y la centralidad del tema de la violencia terrorista en el vecino país.

El "estatuto", sin embargo, había sido aprobado en el Congreso a través de un procedi miento poco transparente. Entre las cuestiones que la Corte tuvo la oportunidad de examinar, destacó el siguiente hecho: una minoría de representantes que había manifestado, en principio, su decisión de votar en contra del proyecto del Ejecutivo, había terminado, extrañamente, cambiando de opinión para respaldar los deseos del presidente. De ese modo, y gracias a este súbito, inexplicado y aparentemente injustificado cambio en la postura de algunos congresistas, el gobierno había conseguido los votos que necesitaba para convertir a su iniciativa en ley. Muchos —y sin dudas, una mayoría de los miembros de la comunidad jurídica argentina— le asignarían a esa ley impecables credenciales democráticas.

Sin embargo, en una decisión extraordinaria, impensable hoy en una mayoría de países, la Corte colombiana sostuvo que si bien no objetaba "que un congresista modifique su posición" frente a un cierto tema, ella consideraba cuestionable "que el cambio de voto hubiera ocurrido sin que mediara ningún debate público del asunto". Dicho cambio, sostuvo la Corte, no había sido el resultado de "una deliberación de las cámaras", con lo cual se había desconocido "el principio de publicidad y la necesidad de que las decisiones de las cámaras sean fruto de un debate".

En otros términos, la decisión de la Corte colombiana vino a decirnos que no basta con conseguir una mayoría de votos para que una decisión se haga acreedora de dignidad democrática —acreedora, en otros términos, de validez constitucional. Es interesante notar que esta fantástica decisión no provino de Suiza o de Noruega, países ricos y ejemplares en el puntilloso respeto de la pureza democrática de sus instituciones.

Dicha decisión, que demolió de un golpe el castillo de naipes celosamente levantado por el presidente colombiano, surgió de un tribunal ubicado en un país tan pobre e institucionalmente deficiente como el nuestro.

En definitiva, en un país con pocos recursos, cercado por la violencia, acosado por el terrorismo y el narcotráfico, la Justicia se supo poner de pie para decir que democracia no es cualquier cosa surgida de la aprobación de la mitad más uno. Cabría agregar, en dicho sentido, que no basta con levantar muchas manos para darle legitimidad constitucional a una ley; que en democracia es necesario conocer las razones que justifican las decisiones que se quieren tomar; que hay un problema cuando los diputados votan sin saber el contenido de lo que votan; que ese problema es serio si un representante cambia de opinión (como obviamente puede hacerlo) sin decirle a la ciudadanía, con una mano en el corazón, por qué lo hizo; que es contrario a derecho "abrir un debate" cuando ya se tiene firmado el proyecto que se quiere aprobar; que comenzar una deliberación diciendo que no se va a "cambiar ni una coma" del proyecto que se presenta constituye un modo poco auspicioso —y agregaría, jurídicamente inválido— de comenzar esa deliberación; que discutir implica estar abierto a aprender de aquel con quien discutimos; que una democracia constitucional no debe tolerar nunca el abuso de la fuerza, así se trate, por supuesto, de la fuerza abrumadora, estrepitosa, aplastante de los números.

Valga decir, como conclusión, que a la decisión judicial aquí examinada no se la recuerda hoy como la irrespetuosa afrenta a la voluntad genuina de un pueblo. Por el contrario, ella es vista como un paso modesto pero audaz en la construcción de un sistema político más decente —un pequeño hito en la heroica, imprescindible tarea de devolverle verdad a la democracia.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

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